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Ignacio Moncada

La reforma autonómica

Es necesario reformar el sistema autonómico, incrementando la corresponsabilidad fiscal para controlar el gasto público e incrementar la competitividad; y cerrando las competencias autonómicas a nivel constitucional para impedir el mercadeo parlamentario.

Son muchas las reformas necesarias para una salida rápida de la crisis económica y política en la que chapoteamos desde hace años. Algunas tienen que tomarse con urgencia, como la reforma laboral, la reestructuración del gasto público o la despolitización de las cajas de ahorros. Pero no podemos olvidarnos de que, entre la vorágine de medidas apremiantes, también es necesario ir esbozando las reformas necesarias a medio plazo. Se trata de la reforma de la Seguridad Social, la energética, la educativa, la fiscal, la reforma del mercado interno, de la Justicia, y, tal vez la más importante, la del modelo de Estado. Precisamente ahora, en plenas turbulencias nacionales en torno a la sentencia del Estatuto de Cataluña, es un buen momento para ir planteando la reforma autonómica.

Es habitual escuchar que el Estado de las autonomías ha traído la prosperidad a España. La afirmación tiene truco. El nacimiento de nuestro modelo de Estado coincidió con la puesta en marcha de la democracia, y por tanto con una gran expansión de la libertad política y económica. Es probable que la aportación de las autonomías en términos de prosperidad haya sido poco significativa en comparación con la llegada de la libertad. En mi opinión, la Transición fue un gran paso, pero nada más que un paso. Las naciones prósperas no se forjan de la noche a la mañana, sino mediante un proceso de mejora continua de las instituciones y del marco económico y político que puede durar siglos. Hay que detectar los fallos de la Transición y reformarlos para seguir avanzando. Y la reforma del sistema autonómico es una de nuestras tareas pendientes.

El Estado de las autonomías ha tenido efectos negativos tanto en el ámbito económico como en el político. En términos económicos, ha funcionado como un sumidero de gasto público. El problema no es que los líderes autonómicos sean más despilfarradores que los demás políticos, sino que el sistema ha generado unos incentivos perversos. Lo normal es que si un gobernante quiere elevar el gasto público, debe soportar el coste electoral de subir los impuestos. Esto no existe en las autonomías, pues la recaudación está centralizada en la Administración Central. Para un presidente autonómico, el gasto es gratuito en términos electorales, y por tanto se lanzan a gastar hasta instalarse en el despilfarro permanente. Existen dos soluciones posibles: o se centralizan ingresos y gastos, o se descentralizan ambos. Yo soy partidario de la segunda opción. Si cada región se encarga de recaudar lo que gasta, en primer lugar, se limitará la propensión al gasto público. Pero además permitirá introducir la posibilidad de que las regiones compitan entre sí, de tal forma que se incorporan incentivos a bajar los impuestos y a generar un marco económico más competitivo.

En términos políticos, el sistema autonómico ha favorecido el mercadeo de competencias entre políticos. Cada vez es más habitual que los partidos minoritarios apoyen medidas nefastas para el país a cambio de una inyección autonómica de competencias, permitiendo la proliferación de duplicidades que provocan una sangría en las finanzas públicas. Como en el caso anterior, éste es el resultado de un perverso sistema de incentivos. La solución es tan sencilla en la teoría como difícil de aplicar en la situación actual: hay que blindar en la Constitución las competencias de los distintos niveles del Estado, de forma que dejen de ser una mercadería parlamentaria. Así no sólo se ganará en estabilidad política, sino en certidumbre económica, y por tanto, en prosperidad.

Es necesario reformar el sistema autonómico, por tanto, incrementando la corresponsabilidad fiscal para controlar el gasto público e incrementar la competitividad; y cerrando las competencias autonómicas a nivel constitucional para impedir el mercadeo parlamentario. Aún quedarían cosas por hacer, y esquinas por limar, pero el día que esa reforma impensable se lleve a cabo habremos dado otro paso de gigante en el camino a la prosperidad.

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