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Jorge Vilches

La convención monárquica

La popularidad de la monarquía desciende, al igual que la de sus representantes, porque está fallando desde hace tiempo la conexión con la sociedad.

"¡Esa señora es imposible!", dijo el monárquico general O’Donnell sobre Isabel II en 1867, al tiempo que cruzaba voluntariamente la frontera francesa para no volver a pisar su patria. Lo que vino después es bien conocido: los partidos dieron la espalda a la Corona y, sin dejar de ser monárquicos, cambiaron la dinastía, aunque tampoco funcionó. Eran otros tiempos, pero hay reglas que siguen rigiendo.

En democracia, una monarquía no se mantiene por el comportamiento de su rey, sino por el de los monárquicos. Las informaciones vertidas en el último año sobre las actividades de la Familia Real es imposible que hayan convencido a nadie sobre la bondad de la monarquía ni reforzado los argumentos monárquicos. La comparación con otras Casas Reales tampoco ha sido ni es útil, especialmente después de haberse conocido que la reina Beatriz de Holanda va a abdicar, por razones de edad en su hijo, en beneficio de la institución y del país.

La monarquía es hoy una convención institucional, como otra cualquiera, resultado de un consenso político al que se llegó, al igual que en otros países, por conveniencia y en respuesta a las emociones mayoritarias expresadas en la sociedad. No tiene más justificación. La tradición, es decir, la Historia, tiene en esto un peso relativo porque sirve tanto para apoyarla como para despreciarla. Del mismo modo, las ideas políticas pueden sustentar hoy tanto la validez de la monarquía como la superioridad de la república. Para unos es una institución obsoleta frente a la forma republicana y además está personificada en el sucesor del dictador Franco. Y para otros el Rey es el artífice de la transición a la democracia, como demostró el 23-F, y un nexo de unión en una España en tensión por los nacionalismos. Entre ambas posturas hay opiniones para todos los gustos.

Su utilidad está, por tanto, en la razón democrática y en el sentir de sus seguidores. Es decir, el monarquismo no deja de ser un sentimiento de lealtad a un líder que encarna normas y valores con las que es posible sentirse identificado. De ahí que sean importantes el comportamiento y las palabras de las personas que componen la Casa Real. El liderazgo político de un rey está descartado en una democracia, pero no el social. La conexión con los ciudadanos depende de que refleje sus valores y estado emocional, lo que es difícil en una situación tan delicada como la de España, con casi seis millones de parados y la corrupción abriendo los informativos.

La popularidad de la monarquía desciende, al igual que la de sus representantes, porque está fallando desde hace tiempo la conexión con la sociedad. La situación la salva el constitucionalismo de los grandes partidos, que convierte en útil la inteligente conducta del Príncipe. Pero la situación es comprometida. Al igual que los gobiernos nacionalistas utilizan el derecho a decidir como cortina de humo para esconder su incompetencia, no es descartable que los dos partidos españoles de gobierno, o uno de ellos, decida romper la convención monárquica.

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