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Pedro de Tena

El Papa y yo

El mundo se le ha ido de las manos a la Iglesia.

En términos eclesiásticos, perdí la fe hace mucho. Es decir, la fe religiosa y yo dejamos de entendernos hace cuarenta y cinco años. Hijo de familia católica, con un padre que incluso llegó a ser diácono en el seminario y con monjas de clausura y un arcipreste en el árbol genealógico, que yo sepa, parecía destinado a formar parte de esa amplia tribu más grande que la de Israel pero menos extensa que la tribu humana. Pero algo pasó. La pubertad, la filosofía y la soberbia adolescente de quien queriendo ser admirado fue presa fácil de los extremismos se concretaron en mi cabeza en tres aseveraciones de cuidado. Que Dios exista, ya es creer. Que Cristo fuese Dios, es ya un grado. Pero que la Santa Madre Iglesia tenga algo que ver con alguna de las cosas anteriores (y con los pobres, se añadía), ya es de nota. Dos libros iniciales fueron claves en este proceso: El sentimiento trágico de la vida, de Unamuno, y Por qué no soy cristiano, de Russell. Pero, más que razones, lo que yo verdaderamente sentía era la emoción de decir que no era cristiano. Mi prestigio exigía que no lo fuera. Es algo que uno comprende mucho después, cuando hay cosas que no tienen remedio. Lo estúpido y banal que uno ha sido, aceptando nuevas creencias más imposibles aún que las que ya tenía, es ya baldón para la biografía.

Tras la sustitución caprichosa de una fe por otras llegaron la duda metódica, la paz escéptica y el confort agnóstico de quien ya no es ni quiere ser otra cosa sino observador benevolente. Claro que es comprensible que las personas tengan necesidad de creer en un Dios, lo más personal posible, que dé sentido al misterio de que haya algo y que ese algo sea precisamente de esta manera, a la sorpresa del darse cuenta, al dolor, a la injusticia de un mundo en el que todo está repartido cuando uno nace, a la arbitrariedad de la suerte, al castigo de los malos, oh, danzas de la muerte, aunque sea en otra vida. Pero la Iglesia, con su latín, con su ceremonial, con su carga pesada de 2.000 años, ha abandonado a su rebaño para salvar a sus pastores. Mientras antes poblaba de pinturas las iglesias para explicar el mundo, luego abandonó a su grey, a la que sólo ofrecen una explicación el guru más obtuso o la televisión o internet. Y, claro, la ciencia y la democracia, que, aunque digeribles, fueron erróneamente anatematizadas, han ido debilitando lo que tenía de esperanza, lo que tenía de mutación inédita sobre una especie salvaje, a la que proponía preferir el amor a la matanza, la caridad a la avaricia, la limpieza de corazón a la mentira y a la calumnia. 

En el mundo de hoy, donde todos los pecados capitales organizados han triunfado sobre las virtudes cardinales y ordinales porque han sido capaces, mano invisible de por medio, de dar de comer a más personas que jamás en este mundo dio fe alguna (el descenso de la pobreza gracias al capitalismo desde el siglo XV es notable, muchísimo más en los siglos XX y XXI), el lenguaje de la Iglesia sigue estando en latín, incomprensible, irreal, inaplicable. Tómense como tarea examinar, por ejemplo, el discurso católico sobre la riqueza. O sobre la pobreza. O sobre el placer. El mundo se le ha ido de las manos. 

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