"Arden los suburbios de Estocolmo", dicen los medios. Y lamentablemente es cierto, pero en absoluto inesperado para quien conozca el lado oscuro del paraíso sueco. Lo que hoy vemos explotar bajo la forma iracunda del motín urbano es el aspecto más destructivo del famoso Estado del Bienestar de ese país combinado con el proteccionismo laboral de sus poderosos sindicatos socialdemócratas. Vamos por partes.
Desde los años 70 Suecia ha recibido importantes olas de inmigración de refugiados y sus familiares provenientes de países no europeos –en particular del Oriente medio y el Cuerno de África–, pero también de la antigua Yugoslavia. Ello coincidió con el cierre hermético a la inmigración laboral, demandada por los sindicatos socialdemócratas a fin de eliminar toda competencia que pudiese debilitar su fuerte control sobre el mercado de trabajo.
Esta perspectiva sindical proteccionista y excluyente fue también lo que determinó la forma de acoger a los refugiados. Bajo la retórica de una política salarial solidaria, se imposibilitó al inmigrante competir en el mercado laboral de la única manera en que hubiese podido hacerlo, es decir, cobrando menos para poder lucir atractivo a pesar de las desventajas ligadas a las dificultades idiomáticas, la educación no homologable, la ausencia de contactos, el desconocimiento de las reglas culturales imperantes, una cierta discriminación, etc.
En una economía con muy baja creación de puestos de trabajo, esto se ha traducido en la marginación productiva de una parte muy significativa de los nuevos inmigrantes. Un informe reciente (mayo 2013) muestra la dramática situación laboral de dos de los grupos más importantes de inmigrantes no europeos: el nivel de ocupación entre los inmigrantes provenientes de Irak no alcanza ni el 40%, mientras que entre los somalíes es de apenas un 25%. El mismo informe muestra que el desempleo entre las personas no nacidas en Suecia supera en un 150% al de los nacidos en Suecia, lo que debe compararse con mercados de trabajo menos regulados y proteccionistas como el de los Estados Unidos, donde simplemente no hay diferencias entre las tasas de paro de ambos grupos.
A este efecto excluyente de las regulaciones laborales proteccionistas hay que sumar los efectos destructivos del accionar del Estado del Bienestar. Su función ha sido crear una maraña de subsidios a fin de compensar la falta de trabajo. Así, a muchos inmigrantes se les ha ofrecido una forma de integración pasiva, donde se los convierte en eternos clientes de un aparato social que los mantiene en lo que de hecho es una exclusión subsidiada, que inexorablemente va destruyendo el potencial y la dignidad del individuo.
Bajo esas condiciones, y con esos padres degradados y reducidos a la indignidad, han nacido y crecido los jóvenes que hoy se enfrentan con la policía sueca y siembran la destrucción en sus propios suburbios. No están incendiando el paraíso sueco, ya que nunca lo han vivido. Son las víctimas del egoísmo sindical y de ese verdadero "opio de los pueblos" que es la política asistencialista de los mal llamados Estados del Bienestar. Han crecido en barrios donde prácticamente sólo viven inmigrantes, que comparten la exclusión más profunda, y donde la falta de trabajo constituye la norma. Han heredado la cultura de la exclusión y sus perspectivas de salir del gueto no son halagüeñas. Sobre estos hijos no queridos de Suecia escribí un libro hace ya casi veinte años, Sveriges oälskade barn, en el que decía que estábamos sembrando vientos de exclusión y que un día cosecharíamos tempestades de frustración. Y justamente en eso está la Suecia de hoy. El paraíso habrá que buscarlo en otra parte.
Mauricio Rojas, diputado sueco de 2002 a 2008.