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Pedro de Tena

La ilusión difunta

No quedan fuerzas sino para la abstención y el fatalismo del sea lo que Dios quiera.

En una pedanía diminuta de la Sierra Norte sevillana, hay una Virgen guardada en un solitario cobertizo, recuerdo de la prosperidad de la zona en los tiempos ricos de la minería. Acostumbrados a esa inclinación de la Iglesia Católica por privilegiar el sufrimiento sobre la alegría, esperábamos que el nombre de aquella talla, por cierto muy bella a pesar de su rusticidad, fuera "amargura", "pena", "dolor", angustias", "tristeza" o similares. Pero no. La llamaban la Virgen de la Ilusión y había perseverado en tal nombre a pesar de que su actual abandono parecía recomendarle el de Virgen de la Soledad. Me acordé de ella cuando el pasado día 2 repasaba las defunciones familiares, demasiadas, y me iluminó la tarde el descubrimiento de que la difunta más importante de todas en esta España nuestra era precisamente la ilusión.

Defendió Julián Marías en su precioso libro Breve tratado de la ilusión que el romanticismo nacional había aportado al diccionario el sentido positivo de la palabra ilusión, añadiendo al negativo iluso, falso, engañoso de la tradición el prometedor ilusionado, comprometido con la felicidad futura, esperanzado de los nuevos tiempos de respeto por lo español. Nuestro filósofo encuadraba el ser español en esa oscilación casi obsesiva ilusión-desilusión. De ser así, parece que estamos entrando en una nueva fase de la dualidad en la que la ilusión por España y el desvivirse por su mejora, su progreso y su convivencia está dejando paso a la más profunda apatía ante su futuro. Es como si todo lo que ha ocurrido desde la transición hubiera segado con su guadaña la posibilidad de la ilusión y sólo nos consintiera el desencanto creciente. Y lo que es bien curioso: tanto en la derecha, siempre tendente al pesimismo antropológico y al temor a la novedad y a la generosidad, como en la izquierda, nueva en el lance de descreer en sus utopías tras haber comprobado lo infame de sus propios comportamientos.

La ilusión, en efecto, exige fuerza interior para encarar el esfuerzo por hacer realidad el futuro deseado. Pero el pasado Día de Difuntos comprendí que eso es precisamente lo que ha muerto en esta España avejentada. Tras salir de una guerra fratricida con la esperanza de poder perdonarse en un proyecto compartido, la transición fue la ilusión de una gran mayoría de españoles que deseaban que el nuevo futuro democrático desviviese el horrible pasado y permitiera conquistar el porvenir común de la libertad, el progreso, las oportunidades y la grandeza de los valores de la vida pública honorable. Pero más que transición hubo traición a esa ilusión y los muertos vivientes de nuestra trágica historia no superada la han ido devorando hasta el tuétano. Las locuras e infamias del separatismo, los males del partidismo, la corrupción de las costumbres democráticas, el fracaso de la educación, la incomprensión de la responsabilidad que acarrea la libertad y el saqueo del patrimonio público, han conducido a la desilusión. No quedan fuerzas sino para la abstención y el fatalismo del sea lo que Dios quiera.

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