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Pedro de Tena

La Feria, según nos va

Las palabritas, como decimos, no son más que palabritas que tropiezan con las realidades profundas y apenas cambian nada.

La Feria de Sevilla que, tal y como su nombre indica fue inventada por un catalán y un vasco, es un enigma del comportamiento humano. Entendamos que me refiero a ella etimológicamente, esto es, como fiesta y como día –los portugueses aun hablan de feria para referirse a cinco días de la semana, de segunda a sexta (lunes a viernes), más que como mercado o verbena de compraventa–. Ortega, que estudió en Málaga años clave de su vida, pontificó sobre los andaluces. En uno de sus sermones dijo que la vida sevillana era un sistema perfecto, cerrado y completo donde se impone la cultura tartesia, eterna y esencialmente rural. Y en eso no se equivocó porque sea la Feria que sea, de Huelva a Almería pasando por Jerez o Granada, todo huele a campo y a ganado. Los andaluces no deseamos olvidar el campo y los animales, ya sea porque o somos señoritos o lo queremos ser o porque amamos la sencillez del agrarismo. Véase las Romerías, otro ejemplo de expresión sintética, religiosa esta vez,  de fiesta agropecuaria.

En la Feria de Sevilla, también late la primitiva idea de una sociedad civil opuesta tanto al poder político-religioso como a los tradicionales señoritos. Por eso la inmensa mayoría de sus casetas son privadas, de familias, de profesionales, de pequeños y medianos empresarios, o de asociaciones varias. Esa era la Sevilla emergente hacia la mitad del siglo pasado, como Andalucía en su conjunto, que parecía apuntar al liderazgo en la España emprendedora de fábricas y altos hornos que comenzó en el Sur. Lamentablemente, aquel impulso regenerador que hubiera combinado el campo y la realidad industrial, fue abortado y a finales del siglo XIX, Sevilla y toda Andalucía cayeron en el hoyo del que aún no hemos podido salir. Por eso, la Feria de Sevilla, en sus orígenes proyecto de mercado, negocio, libertad y prosperidad fue reducida a mera fiesta catártica, "presunta alegría", baile, comida, bebida y sobre todo, añoranza de lo rural y desprecio de la realidad.

Me quedaré con el pueblo más viejo del Mediterráneo, que eso era el pueblo andaluz para Ortega y por viejo, sabio y escéptico. Sabio porque los andaluces creemos saber que la vida debe primar por encima de las ideas abstractas, que la convivencia pacífica debe sobreponerse a la violencia y que uno de los motores personales, familiares y sociales más importantes es el olvido, amnesia de los dolores y rencores cotidianos que nos permite querer seguir viviendo a pesar de todo.

Y escéptico porque parecemos disponer del don de comprender que las palabritas, como decimos, no son más que palabritas que tropiezan con las realidades profundas y apenas cambian nada. Esto es, siempre ha habido y habrá señoritos, bien romanos, bien visigodos, bien musulmanes, bien cristianos, los de toda la vida o los nuevos señoritos de la política. Llevamos un siglo a la cola de España y de Europa a pesar de los discursos y para seguir viviendo necesitamos ofrecernos como espectáculo de olvido y desdén. Miradnos todos, pobres y sufridores, pero presuntamente alegres y en la Feria, según nos va.

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