En marzo de 2011, cuando comenzó el levantamiento contra Asad, se preveía que los días de éste estaban contados. Pero consiguió mantenerse en el poder con sorprendente tenacidad, gracias en gran medida a la considerable ayuda que le han prestado Irán y sus peones libaneses de Hezbolá. En los últimos meses se ha pasado del "Asad está en las últimas" al "Asad es un campeón". Pero ese último dictamen podría ser precipitado.
La reciente caída de Idlib y gran parte de su entorno en manos rebeldes sugiere que el poder de Asad podría estar desvaneciéndose. "Tras apoderarse de la mayoría de Idlib en las últimas semanas", informaba el domingo el Washington Post, "los rebeldes están metiendo presión sobre los bastiones gubernamentales de Hama y Homs y amenazando Latakia, feudo costero de la familia Asad". Hay más indicios que apuntan a que el régimen no es tan fuerte como lo que se venía creyendo: por notable ejemplo, su fracasada ofensiva sobre Alepo y los bastiones rebeldes del sur.
Estos contratiempos han venido acompañados de rumores sobre fuertes disensiones en las altas instancias del régimen. Volvamos al Post:
El viernes, medios afines al Gobierno informaron de la muerte del director de la Policía política, Rustom Gazaleh, durante mucho tiempo incondicional de Asad, meses después de que se rumoreara que había caído en desgracia, sido apalizado por un rival y languidecido en un hospital. Esto se suma a la destitución, el mes pasado, del jefe de la inteligencia militar, Rafik Shehadeh, otro miembro del núcleo duro del régimen. Diplomáticos occidentales que siguen desde Beirut los acontecimientos de Siria dicen que parece que ambos habían chocado con la familia Asad por el creciente papel que desempeña Irán en el campo de batalla.
Incluso la familia Asad parece resquebrajarse de algún modo. Uno de los primos de Bashar ha sido destituido como jefe de seguridad de Damasco y abandonado el país, mientras que otro ha sido detenido "entre rumores de que andaba planeando un golpe".
Nada menos que el sagaz arabista Robert Ford, el último embajador de Estados Unidos en Damasco, ha escrito:
Podríamos estar viendo los primeros signos de su final.
Por descontado, debemos mantenernos escépticos ante tales informaciones, sospechosamente parecidas a las que pretendían enterrar a Asad en 2011-2012. Pero incluso aunque fuera cierto que el final del régimen esté cerca, difícilmente pueda esto ser considerado una noticia completamente maravillosa.
Verdaderamente, nadie puede derramar una sola lágrima por la posible desaparición de un régimen responsable de la muerte de más de 200.000 de sus propios ciudadanos. La gran pregunta es qué vendrá después.
Las derrotas que el Gobierno sirio está sufriendo no están siendo sólo obra del relativamente moderado Ejército Libre Sirio, prácticamente abandonado por los Estados Unidos. Más bien, las recientes victorias militares sobre Asad se están atribuyendo a una nueva coalición rebelde denominada Ejército de Conquista, que incluye a algunos de los más moderados del Ejército Libre Sirio pero que tiene por eje al Frente Al Nusra, una filial de Al Qaeda. Sus principales promotores no son los americanos ni los europeos, sino Arabia Saudí, Turquía y Qatar, todos ellos Estados islamistas. Apenas sería motivo de celebración la sustitución en Damasco de un régimen apoyado por Irán por uno de Al Qaeda, incluso aunque el ISIS, el otro gran ejército islamista presente en Siria, sea más radical que Al Nusra.
No hay nada de inevitable en el triunfo de los extremistas; se ha producido principalmente porque el presidente Obama perdió la oportunidad de apoyar desde el principio y con más contundencia a los rebeldes más moderados. Sea como fuere, el posible desmoronamiento del régimen de Asad debería ser el toque de atención que necesita la Administración para redoblar su ayuda al Ejército Libre Sirio y crear enclaves libres, protegidos por la aviación norteamericana, en los que la oposición moderada, que ha sido reconocida por Estados Unidos y sus aliados como el auténtico Gobierno, pueda empezar a gobernar sobre territorio sirio.
Pero, siendo realistas, ni siquiera esto sería suficiente para cambiar de manera significativa el equilibrio de fuerzas sobre el terreno a corto plazo. Si el régimen de Asad colapsa en el futuro próximo, difícilmente llenarán ese hueco otros actores que no sean los yhadistas suníes, a menos que la comunidad internacional se prepare para una intervención a gran escala con fuerzas de pacificación, como se hizo en Bosnia, Kosovo o Timor Oriental. Pero si Estados Unidos y sus aliados fracasaron a la hora de hacer esto mismo en Libia tras la caída de Gadafi (como urgí en su momento), es poco probable que lo hagan ahora, en circunstancias mucho más peligrosas, en Siria, donde las fuerzas extranjeras tendrían que estar dispuestas a luchar no sólo contra el Frente Al Nusra y los remanentes del asadismo, sino contra el ISIS.
Es difícil imaginar que Siria, territorio devastado por la guerra que se ha convertido en un imán para yihadistas extranjeros, tanto chiíes como suníes, pueda ir a peor tras la caída de Asad. Pero también es complicado imaginar que pueda ir a mejor, a menos que Occidente haga más de lo que ha estado dispuesto a hacer en los últimos cuatro años.