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Amando de Miguel

Prefiero una España roja…

No pensarán los independentistas o separatistas de toda laya que sus respectivas republiquitas van a subsistir mucho tiempo.

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"Prefiero una España roja a una España rota". El apóstrofe se atribuye al jefe de la oposición de derechas en 1936, José Calvo Sotelo. El cual fue asesinado por ciertos elementos socialistas. El triste suceso es también parte de la memoria histórica.

De haber ahora algún líder de derechas en el Parlamento, la frase podría ser "Prefiero una España roja o morada a una España rota". Todo para indicar que el gran peligro para la salud colectiva de los españoles es el separatismo (antes se decía "nacionalismo"). Que ya no es solo el vasco o el catalán sino el de otras varias regiones (ahora se dicen "comunidades autónomas"). Es decir, nos amenaza el desmoronamiento de lo que antes llamábamos España; ahora se ha trocado en una realidad deleznable (en su prístino sentido). Bien es verdad que no pensarán los independentistas o separatistas de toda laya que sus respectivas republiquitas van a subsistir mucho tiempo. Los mandamases de cada una de ellas sí van a medrar, pues de eso se trata.

Son variadas las tretas retóricas para romper España. Una muy sutil es pretender un Estado federal. En la práctica significa una república federal, es decir, el viejo sueño de los cantonalistas del siglo XIX. Otra añagaza consiste en pretender la secesión apelando al derecho a decidir, como si no hubiera sido suficiente la decisión implícita de las anteriores generaciones de españoles. Más pedante es todavía la apelación a una España "nación de naciones". Por lo mismo se podría decir que Vasconia o Cataluña son, a su vez, naciones de naciones. El juego de las muñecas rusas podría continuar con sucesivas particiones.

Dejemos las cosas claras. El independentismo de ciertas regiones españolas consiste en asegurar que "aquí siempre vamos a mandar nosotros", excluyendo a "los de fuera". Es un principio asombrosamente retrógrado en una sociedad con muchas personas venidas de otros territorios.

Aunque pueda parecer extraño, lo que distingue verdaderamente a los nacionalismos no es el amor al terruño sino el olvido, el desprecio y el odio a lo foráneo. De ahí la aversión a la monarquía, la lengua castellana, los toros o la conquista de América, entre otros caprichos.

La existencia y creciente presión del separatismo en España hace imposible que pueda convenirse un nuevo texto constitucional. A no ser que su artículo 1º recogiera la vieja fórmula irónica de Antonio Cánovas del Castillo: "Son españoles los que no pueden ser otra cosa".

La nueva Constitución de España solo podría armarse si se encargara su redacción a un comité de personalidades independientes de los partidos políticos. No tendrían por qué ser solo juristas. Es decir, se trata de una propuesta imposible. Luego la nueva Constitución que se avecina va a ser papel mojado. Al menos se podría hacer coincidir su celebración con algún martes o jueves o cerca de alguna fiesta establecida, para conseguir otro grandioso puente. Por lo demás, a la gran masa de españoles le importa un pito que haya o no Constitución, con este texto o con estotro. Se sienten razonablemente satisfechos con la generosa ración diaria de fútbol, alcohol, lotería y similares.

Una nación responde propiamente al sumatorio de las generaciones actuales y las pasadas, una especie de comunión de los santos laica. Pues bien, definida así España, habrá que reconocer humildemente que ha dejado de existir.

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