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Agapito Maestre

Odian la esperanza

El recuerdo crítico del pasado es más que un arma para defendernos de las alimañas del presente. Es nuestra seña de identidad democrática.

El 12 de julio de 1997, hace veinte años, el asesinato de Miguel Ángel Blanco, joven concejal del PP en Ermua, marcó un hito en la historia de España. Una tragedia terrible fue el inicio de una esperanza. Ese año los etarras y sus cómplices nacionalistas ya habían asesinado a 17 personas, pero la crueldad y saña que utilizaron con el joven concejal de Ermua provocó una movilización ciudadana contra ETA que quedará para siempre grabada en la memoria los españoles de bien. La rebelión popular, la rebelión de los ciudadanos españoles, contra el terrorismo y sus cómplices fue de tal magnitud que muchos pensamos que el Espíritu surgido del asesinato de un hombre no sólo regeneraría nuestra democracia, sino que también recuperaría la unidad perdida de nuestra cultura, es decir, rescataría el sistema de esperanzas de la cultura española. Poco duró la alegría. Los nacionalistas con la colaboración de la casta política más impresentable de la historia de España, cuyo representante más destacado sigue siendo Rodríguez Zapatero, hicieron todo lo posible y más por matar ese espíritu de Ermua… Lo consiguieron.

Pruebas del éxito de los terroristas y los nacionalistas hay por todas partes. No enumeraré sus éxitos institucionales porque, seguramente, dañaría la sensibilidad de las almas bellas que me leen. Pero dos ejemplos pueden valer para situarnos en el fracaso de esa esperanza. Hace cinco años escribí un libro sobre las Víctimas de ETA. Se lo dediqué a mi amigo Salvador Ulayar, quien presenció en la puerta de su casa el asesinato de su padre. Recogía mis reflexiones sobre el trato despectivo e indiferente que había dado la sociedad española a las víctimas del terrorismo. Lo mandé a varias editoriales, pero todas lo rechazaron. No soportaban que las víctimas fueran presentadas como el modelo principal para la construcción de la ciudadanía española. Todos los editores decían que el tema era "escabroso". Discutible, era la palabra que más usaban esos hipócritas. Y, además, ese asunto no vendía. No interesaba a nadie. No sé si los editores estaban muertos de miedo o es que mi libro era malo. Lo cierto es que renuncié a seguir buscando editorial y lo guardé en un cajón para tiempos mejores… O sea nunca.

A los dos años de mi fracaso, Salvador Ulayar contó su historia y el asesinato de su padre en un libro lleno de verdad y belleza, pero, lamentablemente, tampoco encontró editor y tuvo que pagar de su bolsillo la edición. Salva no quiso recurrir a la caridad de nadie. Solo quería contar la verdad de una víctima, es decir, sus esperanzas y desesperanzas para quien quisiera mirarse en un espejo de un ciudadano herido, una víctima, entre miles, del terror de ETA. Este libro está lleno de inteligencia, valor y elegancia, es decir, todos esos valores que rechazan los resentidos. Sospecho que no ha tenido muchos lectores. Las víctimas del terrorismo han sido negadas de múltiples maneras. Y sospecho que la casta política seguirá ocultándolas, aunque son la única esperanza para regenerar la democracia.

Este par de ejemplos ilustran mi absoluta desconfianza en una época donde la esperanza, la libertad rescatada de la fatalidad, ha desaparecido. Nadie quiere saber cuál es el significado para la cultura española en general, y la democracia en particular, de los crímenes de ETA y sus cómplices nacionalistas y comunistas para aquí y ahora. La razón se ha eclipsado ante los hechos cotidianos. La barbarie es el pan nuestro de cada día. La gente vive adaptada al medio como los animales. Pocos quieren saber de dónde venimos y menos a dónde vamos como sociedad. A pocos les interesa cuál es el futuro que le espera a un ciudadano español. Por eso, ahora, cuando conmemoramos los veinte años del asesinato de Miguel Ángel Blanco, no me ha extrañado el comportamiento infame de los políticos revolucionarios, colaboradores de ETA y los nacionalistas vascos y catalanes, que se niegan a recordarlo. Para esta gente esa acción es muy peligrosa. No les falta razón. Mejor negar el pasado que recordarlo, porque ellos podrían aparecer colaborando con los criminales. Prefieren no correr el riesgo de ayudar a rescatar, o mejor, hallar la esperanza perdida que millones de españoles tuvieron hace veinte años. Esa esperanza era un genuino mecanismo democrático por el que muchos seres humanos, ciudadanos españoles, querrían realizar su inacabado ser democrático.

Porque el recuerdo siempre es peligroso, porque volver con el corazón y la inteligencia al pasado, a los instantes que son aún nuestras raíces, puede trastornar la supervivencia de quienes solo quieren ser animales, es decir, gente sin pasado ni futuro, se niegan a conmemorar el asesinato de Miguel Ángel Blanco o la liberación de Ortega Lara. Cualquier cosa puede hacerse y decirse, salvo celebrar el espíritu rebelde, democrático, el espíritu de Ermua, contra el terrorismo y el nacionalismo que se produjo en España, hace veinte años, cuando ETA asesinó al concejal del PP. Y, sin embargo, ay, quiero creer que la esperanza perdida queda. Permanece. Está ahí a nuestra disposición. Podemos volver a ella en cualquier momento. El recuerdo crítico del pasado es más que un arma para defendernos de las alimañas del presente. Es nuestra seña de identidad democrática.

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