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Pedro de Tena

Mentiras como el Himalaya

Hay que construir una realidad nacional compartida. Además, necesitamos que el mentiroso o deformador o enturbiador pague por sus patrañas. Si algo así no fuese posible, la democracia tampoco lo será.

La Constitución de 1978 se refiere al derecho a una información veraz. Textualmente, en su artículo 20 se reconoce y protege el derecho "a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión". Pero en ninguno de sus artículos considera que la información veraz, y veraz quiere decir que esa información se corresponde exactamente a la realidad, sea un deber para los gobernantes. Como mucho, se alude a un difuso código ético supuestamente en vigor según el cual si un gobernante, dirigente de partido u organización civil es cogido en mentira flagrante, debe dejar su cargo. Pero eso, como estamos viendo, hace mucho que en España no se aplica. Recientemente, ha habido mentiras suficientes para que un presidente del Gobierno, del PP y del PSOE, dimitiera de manera inmediata. Pero no.

La verdad es que los ciudadanos de a pie no importamos mucho a unos políticos que han nacido al calor de una Constitución que convirtió a los partidos en los grandes beneficiarios de la democracia y que heredan sin impuesto de sucesiones el derecho a tal beneficio. Todo acceso al gobierno de las cosas de la Nación tiene que pasar por ellos. Todo el dinero público de cualquier nivel depende de la gestión de los partidos.

Por si fuera poco, deciden quién administra justicia al máximo nivel, quién defiende al pueblo y quiénes y con qué procedimientos forman parte de la Administración Pública a todos los niveles. Esto es, con una preparación intelectual inapropiada –para qué poner ejemplos si se tiene el del propio presidente del Gobierno– y un comportamiento moral deleznable, hay personas que pueden administrar casi medio billón de euros, 472.660 millones de euros para ser exactos. Dicho de otro modo, los partidos controlan de hecho los tres grandes poderes del Estado, el Ejecutivo, el Judicial y el Legislativo. En algunos casos incluso, como es el caso de los separatistas, hay partidos que pueden controlar desde una minoría privilegiada por la ley electoral y por fueros desatinados en una democracia el destino de toda una nación.

En estas circunstancias, la mentira no es que sea posible y generalizada, sino que, además, queda impune. El engaño, el incumplimiento de las promesas electorales, la tergiversación de las palabras, de los conceptos, de la Historia están tan extendidos que los ciudadanos ya no tenemos un horizonte común de realidades reconocibles. Hay quien ha dicho que Venezuela era el paraíso y luego que era un purgatorio, cuando menos. Hay quien dijo que debía gobernar la lista más votada hasta que no le convino. Hay quien habla de diálogo pero se refiere a monólogos sucesivos. Hay quien habla de pobres mientras habita cazolones. Hay quien dice que los Reyes Católicos hicieron que Andalucía volviera al Medievo glorioso e islámico sin que tiemble la Academia de la Historia.

Cuenta el socialista Andrés Saborit en su libro sobre Besteiro que, en unas cuartillas del final de la Guerra Civil, el catedrático del PSOE dijo: "La verdad real: estamos derrotados por nuestras propias culpas (…) por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos". El "Himalaya de mentiras" era un componente de aquella aberración. Pero esta anomalía, la de la mentira como sistema, ya no está sólo presente en los sucesores de aquel bolchevismo. Se ha extendido a los demás partidos porque se ha generalizado la forma leninista de control de sus organizaciones. La democracia interna es inexistente en la práctica y la fidelidad a los compromisos, nula.

Millones de ciudadanos estamos indefensos ante las mentiras que continuamente surcan los espacios mediáticos, porque por una parte los partidos y por la otra los grandes poderes fácticos privados fácilmente reconocibles que dominan nuestra vida cotidiana, desde el gas al teléfono, pasando por el dinero o la comunicación, han conseguido que no haya realidad ni por tanto verdad.

Necesitamos urgentemente la construcción de unas instituciones ciudadanas al margen del Gobierno, de los partidos y del Estado que, desde la más exquisita ejemplaridad, credibilidad y prestigio, sean capaces de poner de manifiesto qué es mentira y qué es verdad. Hay que construir una realidad nacional compartida. Además, necesitamos que el mentiroso o deformador o enturbiador pague por sus patrañas. Si algo así no fuese posible, la democracia tampoco lo será.

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