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Pedro de Tena

La mentira en la política española

Si los partidos, todos o algunos, no quieren que se regule sobre la mentira, hagámoslo posible desde la resistencia democrática de la sociedad civil española.

Que los hombres mentimos, se sabe siempre, desde Caín y Ulises a Pinocho y a Pedro Sánchez (hay una breve historia de la mentira que lo narra). De no ser algo tan obvio, ¿por qué entre los diez mandamientos de la ley mosaica y del cristianismo se iba a incluir el deber de no decir falso testimonio mi mentir? Exactamente. Es que estamos inclinados a hacerlo y ello puede perjudicar la convivencia en determinados campos.

Somos los únicos seres vivos que podemos mentir para obtener ventajas sobre otros seres vivos con los que coincidimos en un espacio vital. Un perro no miente, ni un león, ni un piojo. Hacen lo que tienen que hacer y pueden hacer. Las personas, no. Hacemos lo que queremos y podemos, aunque lo que queramos no podamos preferirlo del todo como tronó Schopenhauer. Esto es, ante cualquier circunstancia, una persona puede mentir o no mentir, lo que nos hace seres extraordinarios en una naturaleza regida por leyes con las que pueden predecirse y producirse sucesos. Kant ya se admiraba de su conciencia moral libre frente al cielo estrellado y forzoso.

En este asunto no cabe hipocresía ni debate estético sobre su decadencia. En la guerra se miente todo lo que se puede. En la vida también, en la vida familiar, económica, técnica, política e incluso la cultural (¿acaso un plagio no es una mentira?) y científica. Ni Galileo ni Newton ni muchos otros científicos relevantes estuvieron libres de conductas poco honestas.

Pero hay al menos dos esferas de la vida pública donde el interés general de los ciudadanos exige que no se mienta: en el comercio y en la política. Para comprar un producto o comprar un programa político necesitamos estar suficientemente seguros de que lo se nos vende es lo contratado, esto es, que se ajusta a lo prometido como objeto de consumo o como acción de gobierno.

En el caso de comercio, la sanísima competencia está obligando a que, de incumplirse las condiciones del contrato, haya consecuencias: se devuelve el producto, se recupera el dinero o se denuncia ante los tribunales. Pero en el caso de la política, nada de esto sucede, aunque está en juego algo mucho más importante como es el destino de la comunidad en la que se convive y el uso del dinero público. Aunque se supone que un político demócrata cogido en una burda mentira debería dimitir, y algunos dimiten, la mayoría no lo hace nunca. El caso de España se está convirtiendo en escandaloso. Un presidente miente en su currículo académico y miente durante su campaña electoral insistiendo en que no hará lo que no tardó en hacer ni dos días cuando fue elegido por unos ciudadanos a los que engañó. Uno de sus ministros, ese que dice que a él no lo echa nadie, ha mentido varias veces seguidas en un día. Oigan y ahí siguen ambos.

La mentira en la política nos afecta de manera muy directa. Si alguien pide nuestro voto diciendo que no pactará jamás, por eso del insomnio, con los comunistas ni con los separatistas ni con los terroristas y luego lo hace, su elección no puede ser válida y alguien debería tener el poder de denunciarlo de oficio como alguien debería tener el poder de decidir la convocatoria de nuevas elecciones a las que el mentiroso no pueda presentarse.

Del mismo modo, los programas electorales deben ser considerados como los prospectos de los medicamentos o los contratos de compraventa, no algo que se hace para no cumplirse como autobiografió el cínico Tierno Galván. Si Pedro Sánchez se hubiera anunciado como un antibiótico, la salud de muchos usuarios habría empeorado o algo más grave.

Esto es, necesitamos que la democracia española dé un paso político contra la mentira, incluido el perjurio judicial, hoy casi gratis. Pero para ello es necesario que alguien proponga que la Fiscalía General del Estado y las presidencias de los tribunales más importantes del Reino (seguramente también el Defensor del Pueblo) sean elegidos directamente por los ciudadanos. Además, hay que incluir la mentira como causa de dimisión forzosa en el lugar que proceda del ordenamiento jurídico. En la Constitución, se recoge el derecho a recibir "información veraz por cualquier medio de difusión". ¿Y no son los partidos medios de difusión de información? Si mienten conculcan los derechos ciudadanos y deben pagar por ello.

Si los partidos, todos o algunos, no quieren que se regule sobre la mentira, hagámoslo posible desde la resistencia democrática de la sociedad civil española.

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