Tristes, conmocionados, pero optimistas. Así suelo responder a los mensajes de texto que me envían amigos y parientes, preguntando cómo estamos.
Lo de tristes no creo que necesite ninguna elaboración. Han masacrado a más de 1.000 israelíes, capturado a más de 150 y herido a más de 2.000. Y esos números distan de ser finales, aun después de cuatro días del inicio de los acontecimientos iniciados en Gaza. Y no hablo de los distintos frentes que pueden abrirse de manera inmediata, que no suman precisamente al estado de ánimo reinante.
Conmocionados, sí, claro. No es para menos. En pocos minutos se evaporaron premisas firmes, verdades irrefutables y prácticas afianzadas durante años, dándose de bruces contra la realidad que no supimos, quisimos ni pudimos ver. Estábamos convencidos de que nada iba a pasar. La avanzada tecnología implementada en la barrera que nos separa de la franja de Gaza, sumado al interés que tiene Hamas en permitir que 30.000 obreros vengan a Israel a trabajar cada mañana, más los golpes asestados en los últimos enfrentamientos. Como si todo eso no bastara, la renombrada inteligencia militar que nos permite detectar e interceptar, por ejemplo, cada convoy que hace su camino al Líbano cargado de armamentos, nos dio un falso convencimiento de que no necesitábamos nada más. No quiero seguir ahondando en este tema. Muchas son las preguntas que aún no tienen respuesta y no creo que sea este el momento y tampoco el lugar.
No me olvido del optimismo. Spoiler: lo encontraras en el último párrafo de esta nota. Y un poco antes también.
Las imágenes de la masacre del sábado 7 de octubre, 50 años después de la guerra de Iom Kipur nos desgarran el alma. El Estado de Israel es el escudo que debía haber evitado esa carnicería y no lo hizo, aun sabiendo que la estrategia militar nos enseña que toda línea de defensa caerá y por eso es esencial preparase para cuando eso ocurra. Pero cuando la línea cayó, más allá sólo esperaba el vacío. Incomprensible.
Las imágenes de los niños llevados como cautivos nos retrotrajeron a imágenes tomadas durante el Holocausto. Con una diferencia. En los años 40 los niños judíos no lloraban, porque sabían que no tenía sentido hacerlo. Nadie acudiría en su rescate. Ahora tenemos al Estado de Israel y tenemos a las fuerzas armadas. Sí, las mismas que fracasaron colosalmente y no cumplieron su principal misión el último sábado, pero que se recuperarán y vendrán al rescate del que lo necesite o, mejor aún, volverá a permitir a los niños israelíes ser niños libres y sin temores.
Es muy difícil transmitir al que no vive en Israel lo que implica vivir aquí. Cómo se normalizan situaciones que en países occidentales serian motivos de colapsos masivos. Lo que significa que bombardeen tu casa a un promedio de una vez cada nueve o diez meses y te obliguen a ir al refugio con tu mujer, tus hijos y una perra que tiembla de pánico ante cada explosión que se escucha. Y cuando vas conduciendo por la ruta, ir escrutando dónde parar para refugiarnos en caso de que la sirena nos sorprenda en el camino. O lo que implica que no haya ningún ciudadano que no tenga al menos una persona de su círculo íntimo que haya caído en alguna guerra o atentado. O el tener cuidado, al empacar antes de un viaje al extranjero, que no haya ninguna prenda con inscripciones en hebreo, para que no se sepa a simple vista que somos israelíes. O que los niños de jardín de infantes respeten, en silencio y sin moverse, la sirena que recuerda a los caídos en combate. O mandar a tus hijos al ejército a defender el país. O ser reservista. O estar rodeados de vecinos que, en el mejor de los casos, mantienen contigo una paz fría tendiendo a congelada, cuando no una animadversión declarada. Sin hablar de los frentes internos que no nos faltan, por parte de la mayoría de los políticos no judíos y de un porcentaje indeterminado, pero no insignificante, de la población civil. No te lo puedo explicar, porque no vas a entender. Y me disculpo aquí por este argentinismo mundialista.
Ayer asistí al funeral del capitán Iftach Iaavetz, Z"L, de 23 años, caído el 7 de octubre. Iftach era amigo de mi hijo, soldado en la misma unidad. Miles de personas, en silencio y con los ojos vidriosos, formamos parte del cortejo. Mientras los soldados que acompañaban su ultimo camino iban marchando, ante las ordenes de "Izquier, derech, izquier" del suboficial encargado, las plegarias del rabino que conducía la ceremonia a veces lograban sobreponerse a las órdenes y otras no, formando así un coro cacofónico y casi surrealista. Y si la situación no era ya inusual, el mismo rabino fue el que explicó al empezar que, dado que nos encontrábamos en un espacio abierto, de haber sirenas que anuncian un bombardeo tendríamos que arrojarnos al suelo y cubrirnos la cabeza con los brazos. Trate el lector de imaginar algo así. El funeral tuvo varios momentos desgarradores. Cuando sus padres y sus amigos hablaron de Iftach, héroe de Israel o cuando lo hizo un soldado, en representación del batallón que no pudo asistir por estar combatiendo en la zona aledaña a Gaza. Y luego de una hora de plegarias, despedidas y llanto contenido, o no, Eviatar Banai, el cantante favorito del capitán caído, interpretó con su guitarra el tema favorito de Iftach. El tema dice "Encender el Sol con risa, llanto y melodía. Ya estoy llegando. Ya estoy presente". Estremecedor.
Israel se jactó siempre de haber construido un lujoso chalet en medio de la jungla. Estos últimos meses los hemos pasado discutiendo por el color de los mosaicos que había que cambiar en la terraza, peleándonos a muerte entre los que querían una u otra opción, cada bando sabiéndose los únicos dueños de la verdad, creando una brecha sin precedentes en la sociedad, la economía y hasta en el Ejercito, que siempre había quedado fuera de toda discusión. Cuando las bestias del Hamas masacraron a mansalva, no preguntaron antes si las víctimas habían votado a Netaniahu o lo aborrecían, si apoyaban o no la reforma judicial, si eran de izquierda o de derecha, religiosos o laicos, sefaradíes o asquenazíes. Ni siquiera si eran o no judíos. El pecado era ser israelíes. Hay que agradecerle al Hamas por habernos devuelto a la realidad, aunque los servicios prestados nos han costado carísimos y, huelga decirlo, los daños y traumas causados nos acompañaran durante varios años.
¿Por qué soy optimista? Porque veo el heroísmo de los soldados en el campo de batalla, veo a los israelíes, codo a codo, presentándose a miluim (las reservas del ejercito) sin cuestionamientos, sabiendo que es la casa la que esta en juego. Porque veo a los ciudadanos voluntarizándose masivamente, alojando a familias de las zonas aledañas a Gaza, donando comida y artículos de primera necesidad a los heridos, sus familias o a aquellos que están en zonas de peligro y necesitan asistencia. Veo a los israelíes en el extranjero luchando para volver a casa y sobre todo recuerdo que luego del quiebre de la guerra de Iom Kipur (con el colapso de la inteligencia militar similar al sucedido ahora) comenzamos una era de renacimiento y crecimiento, llevándonos a ser potencia mundial, sociedad modelo y luz de las naciones. Últimamente nos permitimos desviarnos un poco del camino, olvidando que el chalet que construimos es muy lindo, pero que si no nos encargamos de mantenerlo se va a deteriorar y que, además, la jungla es la jungla y no perdona ninguna distracción. No más. De esta falla colosal, de esta paliza y humillación, de esta soberbia y altanería que nos hizo sentir todopoderosos e invencibles, surgirá una nueva y mejor Israel. Unida, justa, humilde, solidaria, fuerte, judía y democrática. Y como dice Shalom Hanoch en su canción Contra el viento: "Camino contra el viento, confiando en la lluvia, que seguirá cayendo. Que la noche dure, mi amor, no temas. La oscuridad alcanza su punto máximo antes de que amanezca". Y ahora está muy oscuro, pero ya se pueden divisar las primeras luces.
Berny Moschcovich es economista y teniente coronel (retirado) del ejército israelí. Nacido en Argentina, vive en Israel desde hace 35 años