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Jorge Gómez Arismendi

Vegetarianos en frenesí

¿Acaso en serio creen que saboteando lo civilizado podrán salvar al mundo y la naturaleza?

¿Acaso en serio creen que saboteando lo civilizado podrán salvar al mundo y la naturaleza?
Imagen obtenida automáticamente desde Dailymotion | Dailymotion

El último ataque con sopa a la Gioconda de Da Vinci, más conocida como La Mona Lisa, por parte de unas mujeres a favor de la alimentación sana y sostenible, denota las extensiones extravagantes que alcanza el activismo en la actualidad. Algo que muy bien advertía Ortega en 1917 en uno de sus ensayos titulado La Democracia Morbosa, al decir que, bajo una versión extralimitada de los ámbitos de lo democrático, se podría terminar con un vegetariano en frenesí imponiendo su vegetarianismo en la economía, la religión, la vestimenta, la filosofía y hasta en el arte, censurando cuanto no fuese el paisaje hortelano.

En los últimos años se ha vuelto habitual que grupos de activistas climáticos lancen comida, ya sea torta, salsa de tomate, puré o sopa, a obras de arte en museos de Europa y Estados Unidos. No se ha salvado La última cena, ni varias obras de Van Gogh como Pescadores en flor, El sembrador y Los girasoles. También han sido objeto de vandalización La Venus del espejo de Velázquez, Los almiares de Monet y Las majas de Goya. En todos estos actos iconoclastas los vándalos plantean preguntas de índole maniquea: "¿Qué vale más, el arte o la vida?", o inquieren: "¿Te indigna que algo hermoso sea destruido, entonces por qué no te indignas ante la destrucción del planeta?".

Por qué estos ambientalistas presumen que existe una contradicción radical entre el arte y la vida. En el último ataque a la Gioconda, las activistas preguntaban: "¿Qué es más importante, el arte o el derecho a una alimentación sana y sostenible?".

Qué clase de contradicción es aquella. ¿Acaso en serio creen que saboteando lo civilizado podrán salvar al mundo y la naturaleza?

En el fondo, el ataque a obras de arte denota el imperio de una especie de nihilismo cínico de parte de sujetos que sólo han vivido en sociedades desarrolladas y civilizadas. Por eso la evidente contradicción de lanzar comida mientras a la vez aluden a que hay gente que pasa hambre. Así lo hicieron en 2022 las activistas que mancharon Los Girasoles de Van Gogh. Pero, además, denota lo que podríamos definir como una forma de barbarie, camuflada de sensibilidad ambiental, que no duda en cuestionar lo que nos hace eminentemente humanos, como el arte mismo.

Estos actos iconoclastas no son simplemente un modo de llamar la atención respecto al medioambiente, también son el reflejo de ese fenómeno de creciente infantilización que actualmente afecta profundamente a las sociedades desarrolladas, y a las no tan desarrolladas también, donde sus habitantes se manifiestan contrarios a diversos elementos que sostienen su propia vida civilizada, incluso llevando a cabo conductas inciviles. Todo, sin advertir la fragilidad de lo que sostiene sus propias y básicas comodidades. Algo que también insinuaba Ortega en 1922, en La Rebelión de las Masas, cuando advertía del auge del llamado síndrome del niño mimado marcado por su primitivismo y barbarie.

En algunos casos extremos de este primitivismo caprichoso, los activistas no sólo atacan obras de arte, sino que lisa y llanamente parecen considerar que es factible equiparar el plano natural con el artificial plano normativo del mundo civilizado, lo que se traduce en una especie de anti-humanismo que olvida que, para tener una buena producción de verduras, en buen estado y disponibles para estar diariamente en las estanterías de los supermercados, se requiere no sólo proteger los cultivos de otros animales e insectos sino también un marco jurídico que permita resguardar el derecho de propiedad, el cumplimiento de contratos, la seguridad en las carreteras y una serie de normativas que, por ejemplo, prohíben el uso de pesticidas peligrosos.

Es desde este primitivismo caprichoso, abundante en redes sociales, desde el cual se presume que las mascotas, perros o gatos, al ser criados como si fueran personas y veganos, dejarán de comer carne. Es este primitivismo sensiblero el que cree que al liberar animales de un laboratorio o un zoológico estos vivirán como si se tratara de un cuento de hadas donde el ciervo coexiste con el lobo bajo una armoniosa melodía. Tal como ocurrió en 2017 cuando un grupo de animalistas liberó a decenas de ratas de un laboratorio de la Universidad de Chile, las cuales murieron a las pocas horas en el mismo lugar. Todo eso fue hecho bajo el lema: "Hoy nos alzamos y actuamos para romper con las jaulas de la ciencia y el progreso. Solidarizamos con las ratas que se encontraban encarceladas".

Sin duda, es desde ese mismo primitivismo caprichoso que se ve una contradicción insalvable entre el arte y una alimentación sana y sostenible. Estamos ante los vegetarianos dictatoriales de los que nos advertía Ortega.

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