Superviviente
De vuelta tras la mística, me arrojé a los periódicos en busca de explicaciones sobre tan salvaje atentado contra la prensa.
Escribo aún tembloroso. Este intrépido cronista ha sobrevivido a un intento de envenenamiento. ¿Putin? ¿El profesor Bacterio? ¿Bolaños? No tan heroico. Lo que iba a ser una semana de vacaciones en el pintoresco y pastoril rural español se convirtió en un tormento peor que soportar la música de los chiringuitos. Andaba yo rellenando dos grandes jarras para disponerme a la hidratación familiar cuando fui advertido por la dueña del caserío: el ayuntamiento había emitido un bando de urgencia prohibiendo el consumo de agua debido a un vertido nada divertido. Arrojé al desagüe aquellas jarras, pero el más temido hecho biológico ya se había producido.
Dos horas más tarde este humilde periodista se encontraba en postración total en la cama más cercana al baño -un amigo, un esclavo, un siervo-, confundido por delirios, recitando responsos de inspiración porcina, y pidiendo amparo entre sollozos al alma de Don Pelayo. El pico de profanación de las aguas se había producido horas antes, coincidiendo con el momento en que este dolorido autor, tras unos días de secano, tomó la extraordinaria decisión de echarse al morro tres vasos de cuarto de litro, uno detrás de otro, para revertir el posible estado crítico de mi organismo, tras haber visto en TikTok una animación inspirada en Lovecraft sobre cómo evoluciona un hígado que no recibe la suficiente hidratación, pasando de convertirse de órgano humano a la gigante y pavorosa ameba de La masa devoradora. Tres vasos que fueron una trampa. Tres vasos que fueron mi perdición. Tres vasos que la madre que los parió.
Si las afecciones digestivas pudieran medirse por la intensidad de los calambres en los aledaños del ombligo, calificaría la situación vivida con unos 9,5 grados Richter. Al margen de las groseras descripciones que ahorro a los lectores, lo más llamativo de la intoxicación fueron esas extrañas descargas eléctricas en la musculatura abdominal, que me obligaban a retorcerme en la cama como si fuera un autónomo al que atan y obligan a ver tres horas de comparecencias de Sánchez. Y al término de la tormenta, llegó la extenuación, la incapacidad para movilizar músculo alguno, que tenía que leer en la cama con misericordiosa ayuda de un buen samaritano, porque yo mismo carecía de fuerzas para sostener el libro, y corría riesgo de morir asfixiado bajo sus páginas.
Fueron 24 horas de muerte clínica, si bien las secuelas psicológicas se prolongan hasta hoy, ante la imposibilidad de asimilar que mi primera y única semana de pluma caída, de holganza asilvestrada, de vacaciones totales, desde antes de la pandemia, se haya visto violentada por tan cruel sabotaje, que a punto ha estado de costarme la vida, que aquella aciaga anoche vi el largo túnel negro y a San Pedro corriendo hacia mi con un candil, que ya sabía de qué iba la vaina: "Itxu, ¿tu también bebiste agua? ¡Insólito!". San Pedro tiene mucho sentido del humor, pero yo, recién muerto, no estaba para coñas.
De vuelta tras la mística, me arrojé a los periódicos en busca de explicaciones sobre tan salvaje atentado contra la prensa, descubriendo el origen de mi infortunio. Un ganadero vertió miles de litros de excrementos cerca de donde toman el agua varias poblaciones cercanas. Cabe subrayar que se trataba de excrementos ajenos, no propios del ganadero, y que la Guardia Civil, en una investigación de guante blanco, ha determinado que proceden del rico universo vacuno, que lo llaman purines porque suena más pijo, pero son el estiércol de toda la vida mezclado con otros fluidos procedentes del mismo animal, y tratándose de tan inmensa guarrada, lo más preciso sería llamarles impurines.
Al llegar al punto cero del vertido, los agentes, imagino que equipados con máscaras NBC, descubrieron que el derrame no era aislado, sino habitual, y que el ganadero había recibido ya varias denuncias previas. En la España que te multa por pescar dos discretas maragotas sin licencia, que te arruina la vida si plantas tu tienda de campaña en una solitaria montaña, y que te prohíbe circular con tu vehículo por el centro de las ciudades bajo severas sanciones por terrorismo ambiental, resulta ser práctica habitual vaciar los inodoros de tus vacas junto al curso acuático del que beben miles de habitantes inocentes.
Las autoridades cifran en cerca de 65.000 los litros de excrementos derramados, de los cuáles calculo que consumí 64.900, a juzgar por la intensidad de la experiencia. El ganadero ha sido detenido, y yo no lo deseo ningún mal, tan solo una docena de ostras en mal estado y dos semanas a golpe de Aquarius. Que yo no he vuelto a ser el mismo. Ahora mujo a la luna por las noches, mastico haciendo círculos con la mandíbula, y no puedo evitar pastar un poco cuando veo un trozo de césped apetitoso. Y soy incapaz de beber agua, solo cerveza, aunque dicen mis médicos de confianza que este extraño síntoma pudiera ser previo al envenenamiento.
Desde aquí, en fin, mi agradecimiento a San Román, patrón oficioso del lugar, por confortar espiritualmente a este malherido cronista en las aciagas horas en las que tan cerca estuvo de doblar la servilleta, claudicando ante un violento ejército enemigo formado por miles de litros de excrementos, infiltrados en las ricas y frescas aguas de mi paraíso vacacional, que no habría sido –digamos- la muerte más digna, aseada, y heroica con la que sueña este joven y alegre escritor.
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