"Soy feminista porque soy socialista"
El feminismo no necesita adjetivos ideológicos para ser justo, ni partidos para ser verdadero.
«Soy feminista porque soy socialista» es una frase eficaz desde el punto de vista publicitario, pero intelectualmente tramposa. No describe una convicción, sino una apropiación. No explica una causa, sino que la secuestra. Y, sobre todo, reduce una de las conquistas morales más importantes de la humanidad a un simple sello ideológico, utilizable en campaña y desechable en la práctica. El feminismo no nació para ser eslogan.
El feminismo no surgió de ninguna ideología cerrada ni de ningún partido. Surgió de la Ilustración, de ese momento histórico en el que la razón comenzó a cuestionar los privilegios heredados, las jerarquías naturales y la desigualdad justificada por la tradición. Mary Wollstonecraft, Olympe de Gouges o John Stuart Mill no hablaban desde el socialismo, sino desde una idea radicalmente moderna: la dignidad humana no depende del sexo. Libertad, igualdad ante la ley, justicia y respeto a la persona fueron sus pilares. Esos valores no pertenecen a nadie porque pertenecen a todos.
A lo largo del siglo XIX y XX, el feminismo fue creciendo y diversificándose. Logró el derecho al voto, el acceso a la educación, la igualdad jurídica, la autonomía económica, la libertad sexual y reproductiva. Lo hizo atravesando corrientes liberales, socialdemócratas, republicanas e incluso conservadoras ilustradas. Reducir esa historia plural y compleja a una sola etiqueta ideológica no es un acto de fidelidad histórica, sino de empobrecimiento moral.
Cuando una ideología se apropia de una causa universal, deja de servirla y empieza a explotarla. Convertir el feminismo en patrimonio del socialismo -o de cualquier otra doctrina- implica exactamente lo contrario de lo que dice defender: transforma una aspiración emancipadora en instrumento de poder. Es prostituir una idea hermosa para obtener rédito electoral. Y toda causa que se instrumentaliza termina corrompiéndose.
Ese proceso es visible en el llamado feminismo sectario, aquel que no busca la igualdad real entre hombres y mujeres, sino la lealtad política. Un feminismo que señala al discrepante, que divide a las mujeres entre "buenas" y "malas", y que calla ante los abusos cuando estos proceden de los suyos. No es casual que ese uso instrumental haya generado rechazo social y caricaturas grotescas: no por el feminismo en sí, sino por su manipulación cínica.
El contraste con otras realidades es inevitable. En buena parte del mundo, especialmente bajo regímenes teocráticos de inspiración islamista, las mujeres siguen sometidas a una desigualdad brutal: matrimonio forzado, tutela masculina, castigos físicos, exclusión educativa, invisibilidad legal. Allí el feminismo no es un eslogan ni una pancarta: es riesgo vital. Mujeres encarceladas, lapidadas o asesinadas por reclamar lo que aquí se usa como consigna vacía. Esa comparación debería producir humildad, no propaganda.
Y, sin embargo, en la España actual asistimos a una paradoja obscena: un gobierno que se proclama feminista mientras tolera —cuando no encubre— comportamientos machistas, abusivos o directamente delictivos en sus propias filas. El discurso se vuelve impostura cuando convive con puteros, acosadores y cínicos que instrumentalizan a la mujer mientras la desprecian en privado. No es una contradicción menor: es la prueba de que el eslogan no expresa una ética, sino una coartada. Lo que está haciendo el feminismo sanchista con los derechos de las mujeres es simple prostitución ideológica. O si me lo permite la actualidad, prostituirlo. Nada digo ya de los populismos seudocomunistas y nacionalistas. Da asco que un derecho humano tan universal se lo quiera apropiar para ordeñarlo en exclusiva como si fuera una vaca de su propiedad. A veces, incluso poniendo en riesgo la vida de toda la ciudadanía: ¿Se acuerdan de la manifestación del 8M con la pandemia del coronavirus a las puertas del infierno?
Por eso la frase «Soy feminista porque soy socialista» no es ni feminista ni socialista. El socialismo, en su mejor tradición, hablaba de justicia, de igualdad material, de dignidad del trabajador. El feminismo habla de la dignidad de la mujer como ser humano libre. Ambas ideas pueden coincidir, pero ninguna necesita a la otra para existir. Fundirlas en una consigna identitaria no las fortalece: las parasita.
Al final, ese eslogan no es una declaración de principios, sino un vampiro de ideas nobles. Vive de su prestigio moral, pero las vacía de contenido. Y frente a eso, conviene recordar una verdad sencilla y profundamente incómoda para el poder: el feminismo no necesita adjetivos ideológicos para ser justo, ni partidos para ser verdadero. Solo necesita coherencia, honestidad y respeto a la verdad.
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