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Santiago Navajas

Por qué un ateo pagano ama la Navidad: respuesta a Paul B. Preciado

La Navidad, despojada de sus excesos comerciales y su impostada banalidad del bien, ofrece luz contra oscuridad, nacimiento contra muerte, comunidad contra soledad.

Flickr/CC/Galo Naranjo

Paul B. Preciado, filósofo transgénero burgalés y activista LGTBIQ+, en su reciente crónica publicada en el periódico francés Libération, declara su odio visceral a la Navidad, a la que califica de "período más estúpido y vacío del año", un ritual "intrínsecamente racista, patriarcal, nacionalista, binario y anti-ecológico", equivalente a "cinco Black Fridays seguidos". Invoca a Dorothy Parker y su shakespeariano "temporada de descontento", y a Charles Bukowski, quien la veía como "la más malsana de todas las cosas malsanas", un mecanismo cruel para resaltar la pobreza y la soledad. Por supuesto, se menciona a Trump y el "genocidio" de Gaza para no dejar de incurrir en todos los clichés de la izquierda, actualizado a la crítica a María Corina Machado y Elon Musk que pasaban por la sartriana Rive Gauche de París.

Preciado tiene razón en parte. La Navidad contemporánea está contaminada de consumismo desenfrenado e hipocresía social. Pero reducirla a eso es olvidar su profundidad histórica y antropológica. Como ateo de raíz cultural pagana —criado en tradiciones europeas precristianas, sin fe religiosa alguna—, yo celebro la Navidad con entusiasmo precisamente por razones que escapan a esa crítica reductora. Tres razones.

Es una tradición europea que celebra los valores familiares. La Navidad no nació en Belén, sino en las fiestas invernales paganas de Europa, de las Saturnales romanas al Yule germánico, pasando por el solsticio de invierno celta. Era el momento de invertir el orden social, encender luces contra la oscuridad, reunirse en familia para compartir comida y calor en la noche más larga del año. Esa raíz pagana —europea, mediterránea y septentrional— sobrevive en el árbol navideño, en mi caso un pequeño abeto natural (uno de plástico es el símbolo de todo lo que es un fraude en el mundo), las luces, los banquetes y el énfasis en el hogar y los lazos familiares. No es patriarcal ni binario por esencia, sino que es un ritual de renovación cíclica, de comunidad frente al frío y la muerte estacional.

Por otro lado, aunque ateo, reconozco a Jesucristo como uno de los grandes maestros morales de la historia humana. Su ética —compasión radical, perdón, dignidad del pobre y del marginado— está al nivel de Sócrates (el cuestionamiento racional) y Cicerón (la virtud cívica romana). Forma el tercer pilar judeocristiano de nuestra civilización humanista occidental, junto al legado griego y romano. A él cabe sumar, en un universalismo contemporáneo, a Buda (la compasión iluminada) y Confucio (la armonía social). Celebrar su nacimiento no requiere de ninguna fe sobrenatural ya que consiste en homenajear a una figura que moldeó los valores éticos que sostienen nuestras democracias liberales. Junto al abeto, monto un pequeño belén, aunque las figuras que acompañan al niño Yeshua ben Yosef junto a María, José, el buey, el burro y el ángel, no son las tradicionales sino que son más originales, haciendo referencia a mi propia experiencia personal.

Por último, la pensadora judía alemana Hannah Arendt, en La condición humana y en su tesis doctoral reelaborada El concepto de amor en San Agustín, reinterpreta el mensaje cristiano para defender la natalidad como hecho humano clave. El nacimiento —simbolizado paradigmáticamente en la Navidad— representa la capacidad de iniciar algo nuevo, de romper con lo determinado, de crear novedad en un mundo de rutinas y fatalidades. Frente a la antropología tenebrosa de su maestro Martin Heidegger, centrada en la angustia ante la muerte, Arendt propone una visión optimista en la que lo humano no es la conciencia de la finitud, sino la conciencia de estar vivos, la esperanza y la vocación de trascendencia. Esa trascendencia puede ser natural, secular de diversos modos, de lo artístico a lo político pasando por lo familiar. La Navidad celebra exactamente a un niño que irrumpe en el mundo trayendo posibilidad, luz en la oscuridad, comienzo inesperado. Un niño que tampoco hay que entender de manera literal, ya que cualquiera, sea su edad la que sea, puede hacer emerger ese niño primordial que constituye nuestra naturaleza humana: inquisitivo, esperanzado, optimista, curioso, creador.

Preciado ve en la Navidad solo opresión y vacío. Escribe «Cuando uno es queer o trans en una familia cristiana, la Navidad es el momento del gran renegar de sí mismo». Y de un trauma personal extrae una jeremiada cultural. Pero no hace nada para realizar el espíritu de alegría original y solidaridad auténtica que subyace a la Navidad, sino que se reboza gozosamente en su propia angustia heideggeriana y resentimiento butleriano. Yo veo en la Navidad, por el contrario, una afirmación pagana y humanista a fuer de cristiana porque nos habla de resistencia a la oscuridad invernal, celebración de la familia como refugio y homenaje a un maestro ético universal. También, recordatorio de que cada nacimiento —cada bebé, cada nuevo año, cada nueva generación— supone una oportunidad de renovación. No es, por tanto, consumismo obligatorio, sino que puede ser un consumo sobrio, reflexivo, alegre y elegante, sin hipocresía. Preciado podría preguntar al dueño de la tienda de ultramarinos de mi barrio si le parecen bien las compras navideñas.

En tiempos de pesimismo epocal, polarización política y crisis civilizatoria, necesitamos más que nunca símbolos de esperanza y novedad. La Navidad, despojada de sus excesos comerciales y su impostada banalidad del bien, ofrece luz contra oscuridad, nacimiento contra muerte, comunidad contra soledad.

Estimado lector, feliz Navidad. Que el 2026 traiga nuevos comienzos. Pero no los espere, cree usted mismo esos preciados momentos que luego viven en el recuerdo y que hacen que la vida no sea un mero hecho, sino un extraordinario acontecimiento.

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