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Alicia Delibes

Echegaray y los funcionarios del Estado

A pesar de que el gran matemático español del siglo XX, Julio Rey Pastor, aseguró en repetidas ocasiones que había sido Echegaray el mejor matemático de nuestro siglo XIX; a pesar de que Echegaray ganó el premio Nóbel con unas obras de teatro, que al parecer eran muy malas pero que, dicho sea de paso, jamás hemos tenido ocasión de ver representadas; a pesar de que Echegaray fue un político serio y responsable que no escurrió nunca el bulto, aun cuando más arreciaban los problemas; a pesar de todo eso, don José de Echegaray no recibe hoy la consideración que sus méritos como científico, como político e, incluso, como dramaturgo merecían. Para muchos su nombre irá siempre unido al apelativo de “viejo idiota” con el que le honró el siempre ingenioso don Ramón del Valle Inclán.

Algún pecado, y grande, debió de cometer Echegaray para que se le cogiera tanta inquina, para que se le ignorara tanto, incluso en el campo de las matemáticas, en el que tan escasos andamos de grandes glorias. Quizás ese pecado de Echegaray fuera su convicción de que sólo el individualismo y la libertad eran compatibles con el progreso y la justicia, “todas las demás teorías – escribió en sus Recuerdos– no son más que errores lamentables, farsas ridículas o ilusiones generosas pero absurdas”.

Esta fe de Echegaray en el individualismo tuvo quizás su origen en una experiencia personal. Cuando sólo tenía 25 años, ya casado y con una pequeña hija, quiso renunciar a su cátedra de la Escuela de Caminos para poner una Academia privada de matemáticas que resultaba infinitamente más rentable (conservar los dos trabajos era, también entonces, totalmente ilegal) y las autoridades administrativas, “ la tiranía del estado” como él mismo dijo, se lo impidieron.

Cuando relataba esta anécdota en su libro de “Recuerdos” repitió muchas veces que sus superiores quisieron siempre premiarle y, de alguna forma, compensarle el sacrificio impuesto pero que nunca lo consiguieron, y que él mismo se fue arreglando la vida pues “lo que en las luchas de la vida no consigue el individuo, no es fácil que el Estado ni sus representantes lo consigan”.

Estas ideas de Echegaray suenan ya tan lejanas que a uno le llenan de melancolía. Los políticos de hoy en día, aun los de derechas, cuando tratan los problemas sociales consideran que el mayor bien que puede recibir un individuo es la tutela del Estado. Ahora, todo el mundo habla del Estado protector y a nadie se le ocurre, como a Echegaray, que esa protección pueda pesar tanto como la misma tiranía. A nadie se le ocurriría pensar que cuando se dan subvenciones innecesarias, cuando se hacen funcionarios de bajo sueldo y nula profesionalidad, cuando se otorgan seguros de desempleo injustificados, no sólo se grava el gasto público, no sólo se pone en peligro el progreso económico de un país sino que se comete también un atentado a la dignidad del individuo. Nadie piensa hoy que el Estado hipoteca el porvenir de sus funcionarios y a nadie se le pasa por la imaginación que a veces ese mismo Estado trata a los individuos como si fueran menores de edad e incapaces de luchar por sí mismos por mejorar su situación social o económica.

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