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Bernd Dietz

Protestando

Lo malo llegará si nuestros rebeldes acaban resultando marionetas o mutaciones degenerativas de quienes nos conducen. Compañeros de viaje del fetichismo anticapitalista, como la opulenta patulea de la ceja.

Que broten interpretaciones divergentes sobre lo que ha ido cociéndose en la Puerta del Sol no extraña. Las bienintencionadas (lo cual excluye las de intelectuales orgánicos y las del pelotón de los políticos) comportan trazas de razón, aunque cueste abrigar optimismo conociendo el percal patrio. Probado está que revoluciones y sublevaciones civiles suelen concluir en desastre, pues a menudo se imponen los peores. Ya no porque acudan como moscas al olisquear impunidad, sino porque traen de casa un irrestricto arsenal de ruindades al que la decencia ordinaria no recurre. Por eso algunos prefieren la injusticia al desorden, la corrupción institucionalizada al canibalismo. Denigrantes dilemas. Decía John Dos Passos que, en la Guerra de España, fascistas y comunistas se esmeraron en fusilar de entrada a los mejores. Lo cual corrobora que los motines rara vez encarrilan la justicia.

Del infantilismo de algunos concentrados habla esa pancarta en la que se demoniza a los propietarios de un Mercedes clase A, utilitario que cuesta lo mismo que un Peugeot 308. Están éstos todavía en la caricatura del burgués gordinflón y del obrero famélico, cuando la adiposidad basculante hace lustros que lastra las barriadas modestas y nuestros caciques socialistas constituyen ufanos la versión aldeana de Strauss-Kahn, sustituyendo el Porsche Panamera por el BMW. Detalle que ilustra el patético predicamento que entre nosotros conservan la superstición y el prejuicio. Vamos, lo rozagante que se exhibe el progresismo nacional, volcado en la rapiña, el compadreo y la labia. Bildu, Falange y, cómo no, los del marxismo-leninismo se identifican con los indignados. Sintomático. Lo hacen con menos avilantez que Zetapé, toda vez que representan la religiosidad visceral de las falacias providencialistas. También defienden la acampada buenas cabezas como Enrique Dans, justificando la irritación ante la perversidad de un sistema que, aparte de habernos llevado al marasmo actual, ha de pudrir cualquier futuro.

¿Puede interrumpirse el pingüe desempeño que tienen montado los que mandan (esto es, el tres en uno que usurpa los poderes del estado, no quienes ganan dinero honradamente con su talento y trabajo) a golpe de protestas populares? En teoría, por qué no. Sería hermosísimo. Siempre y cuando dicha resistencia albergase algo de cerebro, responsabilidad, respeto al saber experto y voluntad de regeneración. Creyese en la libertad individual y en el imperio de la ley. Supiese que mercado y democracia son indisociables. Entendiese que sin meritocracia, sin moralidad pública y sin exigencia educativa no abandonaremos esa connivencia cañí que administran impostores y chupópteros. Y desease para España una sociedad civil al estilo de Holanda, Noruega o Canadá, con las mismas oportunidades para sobresalir y ver premiada la valía. Con su intolerancia hacia la coima, el nepotismo, el fraude y el abuso. Con su seguridad jurídica. Lo malo llegará si nuestros rebeldes acaban resultando marionetas o mutaciones degenerativas de quienes nos conducen. Compañeros de viaje del fetichismo anticapitalista, como la opulenta patulea de la ceja.

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