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Carlos Semprún Maura

La enigmática dama de Bagur

Como buen machista degenerado y sin complejos –antaño se decía “viejo verde”–, cuando voy por la calle me fijo en las chicas guapas y en las mujeres hermosas, pero esta señora no es ni guapa, ni hermosa, sino francamente fea. Vestida y peinada como una provinciana de hace cuarenta años (ya que ahora, y por lo que sea, se visten igual de mal en París que en Trifouillis-les Foies), lo que me llamó la atención al cabo de semanas cruzándome con ella en la calle La Fontaine fue su aspecto tétrico, lúgubre, como si siempre estuviera de ida o vuelta del entierro de una persona querida. Después de varios meses me entró una duda: ¿era una sola o eran dos, hermanas gemelas, tan tétricas ambas? Andaba igual, vestía igual, pero su rostro, la tesitura de su piel, sus rasgos, parecían ciertos días algo diferentes, como si se hubiera puesto una careta de ella misma un poquitín más triste y fea.

Hace unos diez años, mi hijo mayor decidió que nuestras habituales vacaciones familiares tendrían lugar ese año en España y no en el sur de Francia, como de costumbre. Después de algunos conciliábulos telefónicos, nos pusimos de acuerdo para ir a la Costa Brava, y ellos, Rubén y Janice, se quedarían unos días en Barcelona antes de regresar a Nueva York. Y así fue. Gracias a Alejandro Sancho, que tiene una casa en Bagur estrecha como un velero, encontramos un hotel bastante simpático junto a la playa. El primer día, asomándome al balcón con vistas al mar vi a mi izquierda una señora que hacía lo mismo. Y era ¡la tétrica señora de la calle La Fontaine! No hizo el menos gesto, no tuvo la menor expresión señalando que me había reconocido. Se metió en su habitación.

Por la noche, en el restaurante del hotel y en otras diversas ocasiones nos la encontramos acompañada de un hombre más alto que ella, más joven –ella no tiene edad–, de “buen ver” y, además, amable y alegre. Nos saludaba con sonrisas y un cordial “Bonjour!” o “Bonsoir!” Ella no, ella se limitaba a un leve gesto de saludo con la cabeza. Me pareció un poquitín menos lúgubre que en París. Puede que sea fruto de mi imaginación romántica. De todas formas, jamás una risa, ni siquiera una sonrisa.

Alejandro Sancho es hijo de Alejandro Sancho, el capitán de la Guardia Civil que eligió las milicias de la CNT durante nuestra guerra civil y cuyo nombre aparece en algún libro sobre el tema. En realidad, me contaba su hijo en Bagur, quería ser ingeniero y como los estudios costaban caro y su padre era suboficial de la Guardia Civil, realizó sus estudios de ingeniería en una escuela militar. Alejandro junior se mostraba frenéticamente anticatalanista y nos contaba, en inglés con Janice, en francés con todos, en español conmigo y en catalán a la perfección, nos contaba, pues, innumerables anécdotas sobre la intensa guerra lingüística contra el español que se desarrollaba despiadadamente en toda Cataluña. “En la escuela, mis hijos no aprenderán jamás el español, estudiarán en catalán, y como segunda lengua el inglés, pero el español ¡jamás!”, decían sus vecinos, lo cual le producía un furor comprensible. Precisaré que Alejandro había aprendido el catalán y lo hablaba y lo escribía con soltura, no tenía nada contra esa lengua ni contra Cataluña, pero todo contra ese sectarismo cerril de la “excepción cultural” catalana.

Una noche le conté lo que nos había ocurrido esa misma tarde: visitando un “barrio-museo” de los alrededores nos topamos con un niño solo que lloraba a más no poder, gimiendo “mamá, mamá”. ¿Estás perdido?, le pregunté, y el chaval, que debía tener seis o siete años, me espetó en catalán con odio: “Yo no hablo esa lengua”. Sentí ganas de darle un par de bofetadas y decirle, pues ¡vete a la mierda!, pero aparte de que no lo hubieran tolerado mi mujer ni mi nuera, porque las mujeres se derriten ante niños que lloran, recapacité que las bofetadas se las merecían sus padres. Una señora que pasaba por allí, comprendiendo lo que ocurría, nos señaló amablemente en español que a dos pasos había un cuartelillo de la Guardia Civil donde se harían cargo del niño perdido. Efectivamente, y muy amable, un guardia civil nos dijo que ese laberíntico barrio producía a menudo casos semejantes. Dirigiéndose en español al niño le dijo que se tranquilizara, que sus padres no tardarían en venir a buscarle. Milagrosamente, el chaval se puso no sólo a entender sino a hablar en español. Prestigio del uniforme.

Un sábado, Alejandro nos llevó a la plaza de Bagur, donde había un baile. No recuerdo si eso ocurría todos los sábado o con motivo de alguna fiesta particular. El caso es que la plaza estaba llena de gente y se bailaban sardanas, qué remedio. Noté que había parejas que bailaban por el pacer del baile, con alegría; otros parecían cumplir con un misterioso deber; otros, como si se tratara de un acto de fe, de una ceremonia religiosa, y entre ellos, quién sino que la tétrica dama con su sonriente pareja. Bailaba, no diría bien, ya que no se percibía la menor alegría, el menor placer sensual –y sin la sensualidad, ¿qué pasa con el baile?–, pero muy correctamente, siempre con su cara de condenada a muerte. Estábamos en la terraza de un café, en el límite de la pista-plaza de baile, conversando alegremente cuando, de pronto, un joven forzudo se precipitó hacia Alejandro y le ladró algo al oído. Este respondió, en catalán, claro, con desparpajo y el tipo se fue lanzándonos una mirada de odio. “¿Qué te ha dicho?”, pregunté. “Que tuviera mucho cuidado de no burlarme de la sardana porque si no, lo iba a pasar muy mal. Le respondí que no me burlaba de nada, y a ver si no tenía derecho a conversar, reírme con unos amigos”. Claro, todo esto y mucho más no es nada comparado con lo que se vive o se muere en el País Vasco, pero es sintomático de un ambiente podrido.

Yo no conocía Bagur y debo confesar (y eso nada tiene que ver con la guerra lingüística, reflejo de algo mucho más grave, esa ilusión de liberarse, encerrándose en unas fronteras que por ser imaginarias no son menos reductoras), debo reconocer, que sus calas, por bonitas que sean, me resultan claustrofóbicas. Conocía, claro, Cadaqués y Calafell, etapas imprescindibles de la “gauche divine”. En Calafell, desfigurada por ese urbanismo especulativo que ha afeado todas las costas españolas, estuve varias veces invitado por Ricardo Muñoz Suay, que alquilaba una villa junto a la playa. A Calafell iban, o tenían casa (como bien es sabido) Carlos Barral, Juan Marsé, Jorge Edwards, los “Tusquets”, Rosa Regás, una de las mujeres de Ricardo Bofia, tal vez la más guapa, y bastantes más de la misma pandilla de “las ocas”.

Un día, paseando por la playa, Ricardo y yo nos topamos con Juan Marsé. “¿Qué tal?, ¿qué tal?, pues yo estoy escribiendo el próximo Premio Planeta”, dijo Marsé. “¿No jodás?, ¿Y cómo lo sabes?” Estaba todo previsto y, efectivamente, recibió el premio. Su novela se titula La muchacha de las bragas de oro. No la he leído, he leído varias de Marsé, a quien considero un buen novelista, pero esa no. Por lo general, no leo los premios literarios, son productos industriales y la literatura no tiene cabida en la industria, la economía, los negocios, todo ello sumamente importante, pero que nada tiene que ver con la literatura. Es como la paella, si se me permite la comparación. La paella en lata jamás tendrá el sabor de la que cocía tu madre.

La enigmática y lúgubre señora sigue yendo y viniendo de entierros por la calle de La Fontaine, sin mirar a nadie, sin la menor muestra de reconocimiento, una semana después de haber estado en el mismo hotel de Bagur. ¿Toda una vida dedicada a la sardana? Pero ese galán, joven y guapo, alegre y enérgico, no encaja con mi imagen de condenada a muerte. Y menos mal.

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