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Carlos Semprún Maura

Se venden cadáveres exquisitos

La guerra que no tuvo lugar, pero fue una bienvenida intervención militar de todas formas, copó el espacio informativo y arrinconó la venta de la colección privada de André Bretón. Fue un éxito rotundo desde el punto de vista de las cifras alcanzadas, aunque menos en cuanto a protestas. Las hubo, pocas, y desde ángulos diferentes: algunos proclamaron, sin voz, que el “espíritu” del surrealismo no podía convertirse en museo, o en cementerio. Otros lamentaban que no se hubiera creado una fundación o museo del Surrealismo, que hubiera congelado en un mismo lugar ésta y otras colecciones privadas, sin darse cuenta del país en el que viven, porque para Hacienda el arte es sólo un “signo exterior de riqueza”, que hay que castigar con drásticos impuestos. El resultado ha sido una subasta comercialmente exitosa, en la que fueron de compras importantes libreros y galeristas, quienes se repartieron la colección Breton, y la hija y nieta de éste, herederas, podrán ahora comprarse cien coches Citroen “Picasso”, o cien chalets en cualquier costa. Que les aproveche.

De todas formas, el surrealismo ya estaba muerto, y cómo enterrarle es secundario. Yo fui, y sigo siendo, aficionado a la obra escrita y pintada por surrealistas, pero al mismo tiempo tengo mis reservas en cuanto al “espíritu revolucionario” del surrealismo. Quieren mezclar la lucha de clases de corte marxista, con la brujería, el inconsciente, los sueños y el vudú, podrá resultar divertido, pero no es serio. Claro que “serio”, no es un término surrealista. Resumiendo, pasarse de Stalin a Trostki, como hizo Breton, mientras que Aragon, Eluard y otros se quedaron con Stalin, es desde mi óptica actual, en ambos casos, reaccionario. El único que tuvo una actitud tan desordenada como positiva, fue Benjamín Peret, el cual, desde Barcelona, durante nuestra guerra civil, condenó a gritos (oídos por Octavio Paz) la represión comunista, luego convenció a Breton y demás supervivientes, después de la guerra mundial, de defender a Kravchenko y su libro, Yo elegí la libertad, y quien, para resumir, tuvo siempre una actitud violentamente antitotalitaria fue él, Benjamín Peret. Porque firmar cursilerías sobre la libertad artística con Trotski, como hizo Bretón, no me resulta ni muy antitotalitario, ni muy surrealista, teniendo en cuenta quienes eran “el Viejo”, sus camaradas y sus herederos.

Todo esto me recuerda una anécdota personal: en 1943 o 44, un amigo me prestó una revista surrealista que se publicó los primeros años de la ocupación nazi de Francia, luego fue prohibida: se llamaba La Main à Plume, en referencia a un poema de Rimbaud, y el director era un tal Noel Arnaud. A mis 17 años, en 1944, la guerra aún no concluida, pero Francia liberada por los ejércitos norteamericanos, envié, sin saber si aún existía, como botella al mar, mis poemas “surrealistas” (pura mierda) a esa revista y a su director. Milagrosamente, recibí una respuesta: en la carta se me decía que Noel Arnaud había muerto en un maquis, que debería copiar a máquina mis poemas, porque mi letra... y, sobre todo, que el único acto surrealista consecuente en aquellos trágicos momentos históricos, era adherirse al PCF, y sólo luego discutiríamos.

Lo curioso del caso no era el espíritu totalitario de esa carta, cosa frecuente por aquellas fechas, sino que afirmaran que Noel Arnaud había muerto, lo que era falso, acaba de morirse hace unos meses, después de una larga, aunque discreta, carrera literaria, y me entra la duda de si, al no poder fusilarle por negarse a entrar en el PCF, le declararon muerto (asesinato simbólico), o si se trata de una de esas confusiones que a menudo arrastran las grandes guerras. Lo único cierto es que siempre he mantenido con Noel Arnaud una extraña relación de simpatía, sin volver a escribirle, sin jamás verle, le seguía la pista, muy discreta, pero el muerto vivía, y yo, ausente, le saludaba, de manera perfectamente surrealista.


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