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César Vidal

El aniversario que no se celebrará

La Historia resulta especialmente justiciera con ciertas realidades. Si en 1991 la URSS no se hubiera desplomado como una cáscara carente de sustancia, esta semana los medios de comunicación habrían dado cumplida cuenta de los desfiles militares celebrados en la Plaza Roja de Moscú; los turiferarios de la izquierda nos habrían repetido por enésima vez que el golpe de estado leninista había sido una revolución popular cuyos logros positivos habían superado con creces algunos pequeños inconvenientes sin importancia como el Gulag; Javier Tusell nos habría recordado que la URSS era una realidad con la que tendríamos que tratar los próximos mil años ya que incluso Alemania Oriental iba a superar muy pronto a la RFA y un servidor habría sentido cómo se le quemaba la sangre en las venas cuando en alguna tertulia televisiva algún compañero de mesa pretendiera que para imperio opresor estaban los Estados Unidos porque la URSS era una potencia democrática amiga de los muy democráticos regímenes de Cuba o Corea del norte.

Sin embargo, en 1991 cayó la URSS nacida del golpe de estado leninista de 1917 y no habrá desfiles en la Plaza Roja; sólo algunos ancianos se manifestarán en Rusia recordando a Lenin y Stalin; los "intelectuales" de la izquierda preferirán guardar un púdico silencio y el señor Tusell se alegrará de que encontrar aquel libro en el que profetiza el futuro de la URSS y de Alemania oriental es muy difícil de encontrar incluso en las librerías de viejo. La URSS se desplomó y se debió únicamente a su propia maldad en todos los sentidos del término. El gaseamiento de civiles inocentes, las represalias sobre familiares de sospechosos, las deportaciones en masa, la creación de una red de campos de concentración y hasta el exterminio de sectores enteros de la población como meta política no nacieron con los nazis, sino con el propio Lenin. Stalin y Hitler, Mao y Pol-Pot se limitaron a introducir variaciones sobre una sinfonía de los horrores escrita por Vladimir Ilich Ulianov.

Pero además de perverso, el sistema soviético –exportado a medio mundo y defendido con entusiasmo en el otro medio– era sanguinariamente ineficaz. En 1988, en la URSS vivían bajo el umbral de la pobreza 41 millones de personas (el 14,5 por ciento de la población), aunque esta cifra, dada por el Comité estatal de estadística de la URSS, era inferior a la indicada por los especialistas que la situaban entre el 20 y el 25 por ciento. En esa misma época, unos 400.000 ancianos vivían en asilos mal atendidos; mientras que otros 100.000 no podían entrar en instituciones de ese tipo por la sencilla razón de que no existían plazas. De hecho, según instancias oficiales, el 50 por ciento de los ingresados en asilos morían en el curso de los dos primeros meses a consecuencia del trauma psicológico. Para aquel entonces, también según instancias oficiales, tres millones de minusválidos no contaban con las prótesis necesarias y 1.200.000 niños carecían de cualquier tipo de amparo.

Sin duda, era una realidad pavorosa y más si se tiene en cuenta que el 20 por ciento del PIB de la URSS era consumido en gastos armamentísticos. En 1990, de cada 1.000 niños, 57 no llegaban a cumplir los 15 años de edad; había en prisión 777.000 reclusos y la Nomenklatura pensaba en seguir manteniendo su poder de manera indefinida incluso aliada con las mafias que ya existían en aquel entonces. Decir que en 1991 el régimen comunista de la URSS se hallaba inmerso en una clara bancarrota moral, socio-económica y política no resulta sino la afirmación de una verdad histórica. Desgraciadamente, en esa bancarrota había sumergido a la totalidad del país y a buena parte del globo. Al final, la URSS cayó y, como hace unos meses me decía en conversación privada Antonio López Campillo, cuando suceden cosas así es para creer en Dios. Para creer y para darle gracias hincado de rodillas

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