El pasado lunes, un tribunal egipcio condenó sumariamente a muerte a 529 personas por el asesinato de un solo agente de policía. Noticias como ésta hacen que uno se pare a reflexionar.
Es necesario un trato muy severo a los islamistas para reprimir a este movimiento totalitario, lo que incluye el rechazo a sus intentos de aplicar la ley islámica, mantenerlos fuera de las principales instituciones, y hasta excluir a sus partidos del proceso democrático. Pero la represión fuera de la ley a la que somete a los islamistas el mariscal Abdul Fatah al Sisi probablemente tenga el efecto contrario al pretendido y ayude a la causa islamista al hacerle ganar simpatías generalizadas. Incluso si la absurda sentencia de esta semana es revocada en una apelación, tanto ella como otras similares están causando verdadero daño.
Sisi está ahora en la cresta de la ola, con unos niveles de popularidad estratosféricos, pero parece estar tan poco preparado para gobernar Egipto como lo estaba, hace 60 años, otro militar, Gamal Abdel Naser. Dos factores en particular -la pésima situación económica y la hostilidad entrepartidarios y detractores del islamismo- harán, probablemente, que Sisi caiga rápida y contundentemente. Cuando eso ocurra, los islamistas se beneficiarán de su incompetencia tanto como Sisi se aprovechó de los fallos de Mohamed Morsi. El ciclo prosigue, el país se atrasa cada vez más y el precipicio acecha.
En un sentido más amplio, como el presumible fracaso egipcio a la hora de suprimir el islamismo tendrá consecuencias globales, los errores de Sisi perjudican a la causa antiislamista no sólo en su propio país, sino internacionalmente. Es mucho lo que estos días está en juego en Egipto.