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Francisco Cabrillo

El Oscar de Nash

Soy economista. Me interesa mucho la teoría de los juegos. Admiro la obra científica de John Nash. Pero no estoy en absoluto de acuerdo en que Una mente maravillosa haya merecido ganar el Oscar a la mejor película del año. Creo que estamos ante una película digna desde el punto de vista cinematográfico, y nada más. Y si lo que les interesa es la figura de Nash, deben tener presente que la visión que en ella se ofrece del protagonista dista mucho de coincidir con la real.

El guión cinematográfico se basa en una biografía que hace tres o cuatro años escribió Sylvia Nassar, una periodista del New York Times, especializada en temas económicos. El desafío al que Nassar se enfrentó al escribir esta biografía estaba, sin duda, lleno de dificultades. Por una parte, se trataba de un personaje cuya vida científica activa duró apenas diez años. Y, por otra, su campo de investigación –las matemáticas y la teoría de los juegos– no son precisamente temas fáciles para alguien que no vive en el mundo de la universidad o la investigación científica. Y, pese a ello, consiguió escribir una excelente biografía, en la que, además, logró describir con brillantez y gran humanidad el que ha sido, sin duda, el tema fundamental de la vida de su personaje: la enfermedad mental.

Nash había tenido una personalidad extraña desde su infancia. Nacido en 1928, era a los veintidós años doctor en matemáticas por la universidad de Princeton, que en aquellos años tenía, seguramente, el mejor departamento de matemáticas del mundo. Su futuro parecía entonces prometedor y brillante. Con menos de treinta años fue profesor de matemáticas en el MIT e investigador en la RAND Corporation, institución ésta que llegó a concentrar muchas de las mentes más brillantes de los Estados Unidos en la década de 1950. El año 1958 marcó el apogeo de su prestigio, al ser uno de los candidatos con más posibilidades de obtener la medalla Fields. Y resulta interesante señalar que, para lograr este objetivo, Nash dejó de trabajar en el tema por el que pasará a la posteridad –la teoría de los juegos–, entre otras razones porque los matemáticos no parecen haber tenido nunca en especial estima esta teoría. Lo que hizo en los años inmediatamente anteriores a su candidatura a la medalla Fields fue investigar sobre problemas de ecuaciones diferenciales, tema que inspiraba bastante más respeto y prestigio en el ámbito de su profesión.

A pesar de sus esfuerzos, no consiguió lo que tanto deseaba y su suerte pareció cambiar. Tal vez, el fracaso fue un golpe muy duro, que nunca logró superar; o tal vez, la esquizofrenia hubiera aparecido de la misma manera. Lo cierto es que, en los años siguientes, Nash comenzó un largo calvario, en el que se veía dominado por ideas tan absurdas como su relación especial con los extraterrestres (convertidos en espías rusos en la película). Internado en ocasiones, en su propia casa otras veces, pasó muchos años en situación de gran desequilibrio mental y sólo empezó a recuperarse ya avanzada la década de 1980. Afortunadamente, en 1994 se encontraba lo suficientemente bien como para recibir el Nobel personalmente y hacer un digno papel en todas las ceremonias que acompañan la entrega. La mala fortuna de Nash no había terminado. Tras la curación, su lucha contra la esquizofrenia tuvo que continuar, ya que su propio hijo, con el que aún vive en Princeton, se convirtió también en víctima de esta terrible enfermedad mental.

La película ofrece, sin embargo, una versión un tanto edulcorada de un hombre tan complejo. Todos los testimonios parecen señalar que el auténtico Nash era, desde joven, un tipo poco simpático y de mal carácter, bastante alejado del bondadoso enajenado que protagoniza la película. En ella, algunos episodios cruciales en su vida son cuidadosamente silenciados; el más importante de los cuales es, sin duda, el hijo que tuvo con una enfermera, del que no sólo se desentendió desde su nacimiento, sino al que ni siquiera hizo caso cuando tuvo que ser dejado en acogimiento por su madre, tras sufrir ella una crisis nerviosa al encontrarse sola con un bebé y sin empleo. Tampoco debió parecer a los guionistas que al espectador norteamericano le gustaría ver a su personaje deseando renunciar a su nacionalidad y convertirse en apátrida, extraña obsesión que Nash tuvo durante algún tiempo. Y el final feliz no podía, desde luego, tolerar que la película se cerrara con la enfermedad del hijo antes mencionada.

En resumen, no perderán el tiempo si ven esta película. Pero no busquen en ella una obra maestra, ni siquiera una película de primera fila. Y, si realmente quieren conocer la vida de ese sorprendente y excepcional matemático que tanto ha influido en la ciencia económica de nuestros días, lean el libro de Sylvia Nassar, que, al amparo de la película seguramente, ha sido traducido hace poco al español.

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