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Debilidad policial

La política antiterrorista del Reino Unido, a fuerza de dramas, es una de las mejores del mundo. Pero a la hora de enfrentarse a disturbios protagonizados por británicos de toda condición conscientes de su impunidad, la imprevisión ha sido evidente.

Las dos primeras noches de disturbios, en el norte y el sur del Gran Londres, mostraron la insuficiencia del famoso modelo policial británico en materia de orden público. Hasta la noche del miércoles, la policía se enfrentó con porras y escudos a facinerosos armados con palos y cócteles molotov, llevando las de perder. De haber tenido los agentes acceso a material antidisturbios, un mejor entrenamiento y mayor capacidad de decisión, los disturbios hubiesen sido controlados mucho antes. Pero hicieron falta decenas de policías heridos y docenas de incendios y saqueos para comprender el error. Fue sólo cuando Cameron autorizó el uso de todos los instrumentos del Estado de Derecho –desde cañones de agua a policía científica– cuando se recuperó el control de la situación en las calles.

La tradicional prohibición a la policía británica de usar material antidisturbios –fuera al menos de Irlanda del Norte– y la restricción en armamento, que las autoridades británicas siempre han defendido como muestra de civismo y de respeto a los derechos civiles, impidieron controlar los disturbios mucho antes, forzando además a muchos ciudadanos a formar patrullas ciudadanas para defenderse de los asaltos, con las correspondientes desgracias. Policías menos armados supusieron un caos mayor, así como varios muertos entre los defensores de sus casas. Al menos cuatro perecieron al tratar de paliar por su cuenta la incapacidad policial.

Es algo parecido a lo sucedido en Noruega, aunque allí la imprudencia tuvo consecuencias más trágicas. Y monstruosas. El pacifismo institucional que afecta al país nórdico, la confianza suicida en la cordura y en el cívico comportamiento de todos y cada uno de sus ciudadanos, y el menosprecio del impacto de la globalización en los comportamientos criminales, se mostró en la falta de reacción de la policía noruega, huérfana de los medios e instrumentos que hubiesen permitido abatir al terrorista bastante antes. Menos armas significaron más muertos. Con total probabilidad, en España, Estados Unidos o Gran Bretaña, la matanza hubiese sido menor.

En un mundo globalizado, donde uno puede comprar armas en cualquier parte del mundo, fabricar bombas con manuales de internet, y donde la violencia se ha universalizado en espacio y forma, no tiene sentido mantener a las Fuerzas de Seguridad ancladas en el pasado y con suicidas restricciones. Amenazas específicas exigen medidas específicas y prácticas, y no romanticismos o visiones ideologizadas de la seguridad. La política antiterrorista del Reino Unido, a fuerza de dramas y sustos, es una de las mejores del mundo. Pero a la hora de enfrentarse a disturbios protagonizados por británicos de toda condición conscientes de su impunidad, la imprevisión ha sido evidente. Lo mismo que en Noruega unas semanas atrás, donde aún el criminal juega con las autoridades de Oslo, que aún repiten los dogmas progresistas sobre la excepcionalidad nórdica. En ambos casos, se ha constatado que la debilidad del Estado es la fortaleza de sus enemigos, del tipo que sean.

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