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¿Qué derrota?

Hizbollah e Irán seguirán adelante con su infatigable labor de acoso y derribo contra una comunidad, la libanesa, que plagada como está de contradicciones bien merece un compromiso más inteligente y sostenido de las potencias occidentales.

Como decíamos ayer, aunque Hizbollah haya aceptado los resultados de las elecciones del pasado 7 de junio, ello no quiere decir que piense ralentizar su activismo ni entrar en una dinámica más política que militar/terrorista. Nasrallah no hacía en la cadena Al Manar el 8 de junio un reconociendo de los resultados, sino un mero movimiento táctico, algo en lo que el grupo es especialista. Mientras, sus objetivos estratégicos siguen y seguirán inamovibles: mantener y reforzar su combate contra Israel y asentarse como los representantes más contundentes de la comunidad chií en suelo libanés e irradiar tales prioridades por doquier.

Casi coincidiendo con las elecciones presidenciales en Irán –que tendrán lugar el 12 de junio– tanto Hizbollah como actor no estatal como la República Islámica como el único Estado existente de confesión chií, van a mantener sus apariencias de compromiso con la democracia parlamentaria. Pero en la sombra, el modus operandi coaccionador del primero y la farsa del segundo van a demostrarnos la verdadera faz de los mismos. Aunque en Irán rivalizarán con Mahmud Ahmadineyad tres candidatos –un clérigo (Mehdi Karroubi), un antiguo jefe de la Guardia Revolucionaria buscado por Interpol por su presunta participación en la matanza del Centro Judío AMIA de Buenos Aires en 1994 (Mohsen Rezai) y un supuesto reformista que encandila a los defensores occidentales de la democracia iraní (Mir Husein Musavi)– lo cierto es que el sistema tiene los instrumentos correctivos para decidir quien sale elegido, independientemente de lo que la población opine, y cuestiones clave como la obsesión por destruir a Israel o el apoyo masivo a Hizbollah será el mismo independientemente de quien presida el país.

Cabe recordar, ahora que medios occidentales se felicitan por la victoria del la coalición "Alianza 14 de Marzo" como muestra de que Líbano entra por la senda de la política dejando atrás la violencia, que tal victoria se ha producido gracias a la división de los cristianos. Este hecho jugará a medio y largo plazo contra este variado grupo, que otrora fue mayoritario en Líbano –cuando se fijaron las reglas del juego político aún vigentes– pero que ya no lo es: hoy el 64% de la población libanesa está formado por musulmanes, con los chiíes creciendo sin parar y cada vez más encuadrados por Hizbollah. Al lado, sólo el 35% por cristianos, divididos no sólo entre maronitas, grecoortodoxos, católicos y armenios, sino sobre todo y para su desgracia entre individualidades políticas, una realidad debilitadora tal y como el liderazgo del General Michel Aoun, aliado de Hizbollah, demuestra.

Una semana antes de las elecciones, dos personalidades, una nacional libanesa y otra foránea, hacían comentarios inquietantes sobre lo que podían representar estos comicios. El patriarca maronita y cardenal católico, Nasralá Sfeir, se dirigía a sus fieles afirmando: "Debemos trabajar duro para abortar todos los planes que, si tienen éxito, podrían cambiar la cara de Líbano". La personalidad foránea, nada menos que el presidente Ahmadineyad, afirmaba en términos parecidos que de dichas elecciones libanesas dependerían "los rasgos de la región". A quienes crean ahora ingenuamente que con la victoria de la "Alianza 14 de Marzo" –proccidental y apoyada financiera y políticamente por países árabes como Egipto y Arabia Saudí– tales temores para el primero y esperanzas para el segundo se han despejado se equivocan: Hizbollah e Irán seguirán adelante con su infatigable labor de acoso y derribo contra una comunidad, la libanesa, que plagada como está de contradicciones bien merece un compromiso más inteligente y sostenido que el que las potencias occidentales le han brindado hasta la fecha.

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