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Muertos, exiliados, bastardos y libros. La genealogía literaria de Tomás Eloy Martínez

Para contar la historia de la Argentina hay que empezar por los cadáveres. No sólo el de Evita, cuya peregrinación es la más famosa, pero no la única, ni la más larga. O empezar por los exiliados. Tal vez no haya ningún país en el mundo en el que tantos grandes hombres hayan tenido que irse a morir fuera, como si la grandeza fuese una razón suficiente para no poder quedarse del todo. Si se hiciera una lista de países, una lista clasificatoria, ordenándolos de acuerdo con sus próceres muertos en el exilio, tal vez la Argentina ocupara el primer puesto, porque desde el padre San Martín en adelante casi todos aquellos que hicieron algo por la nación acabaron en otra parte: Mariano Moreno, el jacobino de la Revolución de Mayo, el primer desaparecido, en alta mar. Y Juan Bautista Alberdi, el creador de la Constitución, en Francia. Y Domingo Faustino Sarmiento, el maestro por excelencia, en el Paraguay. Y Juan Manuel de Rosas, dictador y arquitecto de la clase dirigente ahora perdida, en Inglaterra.

El panteón argentino es nutrido. Pero basta con echar una mirada a los seis santos más importantes, o más traídos y llevados a lo largo de la historia: el libertador San Martín, Evita, Perón, el Che Guevara, Borges y Gardel.

San Martín, cuyos restos fueron devueltos al país desde Francia, donde murió, en el exilio, está pero no está en su sitio. Donde se dice que está, en la catedral de Buenos Aires. Si uno quiere visitar el mausoleo tiene que ir a la catedral. Va a la catedral, al muro derecho, y ahí encuentra el acceso a la bóveda en la que descansa el hombre, junto sus compañeros Guido y Las Heras. El mausoleo está, pero no está en la catedral. Hay que llegar hasta él por la catedral, pero así como se entra en el mausoleo se sale de la iglesia, porque los escasamente diplomáticos obispos argentinos no quisieron darle sepultura en el suelo consagrado. Como consideraron que, por muy libertador que fuera, por muy santo de la espada que lo llamara el poeta, el general era un masón, un personaje con demasiadas zonas oscuras para su paladar tridentino, le pusieron fuera. Dentro, pero fuera. Y las tenía, tenía unas cuantas zonas oscuras, pero no eran ésas las que inquietaban a la sacra institución.

Lo mismo pasa con Evita. Imposible escribir su historia sin partir del cadáver. Del viaje largo y accidentado de ese cadáver, por la Argentina, por Europa y de nuevo por la Argentina. Ella es desde sus reliquias. Seguramente, al escribir Santa Evita Tomás Eloy Martínez, como todo narrador, se planteó el problema del orden temporal. En un oscuro principio ha de haber pensado en Eva Perón misma, en la sucesión de acontecimientos sobre los cuales se sostuvo la construcción del mito, para desembocar finalmente en el cuerpo embalsamado, secuestrado, ocultado y finalmente devuelto. Porque los acontecimientos posteriores a la muerte fueron más poderosos que los de la vida. Y no sólo narrativamente más poderosos, sino históricamente más poderosos, puesto que en el imaginario colectivo , de los argentinos y de los demás, la aventura del cadáver está más presente, es más presente, que las reconocidas beneficencias y hasta atribuidos milagros.

Idéntica es la situación del cadáver dudoso del Che, al que hubo que cortarle las manos y enviarlas a quien correspondiera para una identificación fiable.

Otro tanto sucede con el cadáver de Perón, que se hubiese podido imaginar cadáver sereno, sin más perturbación que la del homenaje popular. Y que, sin embargo, fue mutilado, se quedó sin manos, como el Che. Aunque a él no se las quitaron para un dictamen pericial. Hubo quien dijo que se las habían quitado porque eran manos que abrían puertas, puertas de cámaras de tesoros en Suiza, pero lo cierto es que las huellas digitales, cuya singularidad es descubrimiento de un represor argentino de origen croata, el comisario Vucetich, se borran en el proceso del embalsamamiento. También se dijo que fueron el pago de una deuda, la libra de carne que Perón había comprometido con Licio Gelli y Jorge Antonio por su inversión en la Operación Retorno.

Borges, por su parte, fue a morirse lejos. A Europa. ¿Cómo contar su historia sin ese final, determinado por el sabio temor de un sabio a lo que fuera a suceder con su cadáver en tierra argentina?

Gardel fue extrañamente asociado, accidentalmente asociado a lo que no fue un accidente aéreo, sino un atentado a otro. Y de esos trozos de cuerpos calcinados enterrados en la Chacarita con todos los honores, a los que jamás falta una flor, jamás nadie podrá asegurar que su suma sea lo que queda del cuerpo entero del hombre que en vida se llamó Carlos Gardel, después de la dudosa identificación de fragmentos de quemados mutilados hecha a ojo de buen cubero por los médicos de la científicamente remota Medellín de 1935.

Habría que empezar por el cadáver. Por el final. Un final dudoso, o al menos irregular, es denominador común de los santos argentinos. Pero el razonamiento podría invertirse con idénticos resultados. Por el lado del origen oscuro, de la paternidad cuestionada. No en el caso de Borges, ni en el del Che, pero sí en todos los demás.

El primer tema mayor: el de la paternidad de San Martín. ¿Era el viejo don Juan de San Martín, castellano, de Cervatos de la Cueza, su padre biológico? ¿O, como se ha susurrado hasta el hartazgo, la castellana doña Gregoria Matorras, natural de Paredes de Nava, como Manrique, lo hubo con el patriarca Alvear? El hecho de que el padre del libertador fuese putativo nada significaría, en realidad. Buena parte de los Alvear, la más rancia de las rancias aristocracias hispanoamericanas, asume con orgullo esa posibilidad, que dan por cierta. También es putativo el padre de Dios hijo, y nadie se inquieta por ello. Pero San Martín es quien es, el padre de la patria, y los Alvear son quienes son, y los hipócritas cuadros intelectuales de la burguesía argentina, los guardianes de la ideología, mucho más reaccionarios y mucho más mojigatos que la que fue verdadera clase dirigente en el país durante más de siglo y medio, no están dispuestos a que se abra polémica alguna sobre el particular. Para algo hay instituciones sanmartinianas: para imponer el silencio, dificultar la investigación, borrar o cubrir todo lo que sea susceptible de ser borrado o cubierto. Confesadamente: en el apartado "e" del artículo 2º del decreto Nº 22.131, de agosto 6 de 1944, por el que se oficializa el Instituto Sanmartiniano como "Academia de Investigación Histórico-Militar", reza que la institución "rectificará públicamente por comunicaciones, escritos, conferencias o cualquier otro medio de difusión todo error que se ponga de manifiesto en publicaciones, obras, conferencias, etc., con respecto a la verdad histórica sobre la vida del prócer y hechos en que intervino" (los subrayados me pertenecen).

Segundo tema: el de la paternidad de Evita. Sombras que se echan sobre su primer origen, el biológico: el padre de Evita, el viejo Duarte, reconoce a los hijos que tuvo con Juana Ibarguren. Pero se crían aparte. Y a ella no la dejan en paz cuando va al velorio: los legítimos la desplazan, le piden que se vaya, la echan sin escándalo. Para colmo de males, la fantasía represiva de los antiperonistas de la derecha rancia le atribuye a doña Juana, en Los Toldos, la propiedad no de una pensión, sino de una casa de putas. ¿Y si fuera así? ¿Qué cambiaría? Pero también caen sombras sobre el segundo origen de Evita: su carrera en Buenos Aires antes de conocer a Perón: las camas por las que, supuestamente, pasó la muchacha para sostenerse: otra fantasía beatona compartida por esposas de militares y señoras de la clase media. Y sombras, igualmente, sobre su tercer origen, el que convertirá a Eva Duarte en Evita: su encuentro con Perón: dicen que el de una chica joven, hermosa y hábil con un casi cincuentón más acostumbrado a las mujeres de pago que a la seducción. Mucho suponer, que Perón, el líder eternamente sonriente, no tuviera el hábito de la seducción. Mucho suponer y mucho negar. ¿Por qué negar la posibilidad de la pasión? Los dos la justificaban: ella, porque tenía belleza, gracia y naturalidad. ¿Por qué no iba a ser el objeto de la pasión de un hombre de 48 años con todos los estímulos a su favor: el éxito, el poder, la popularidad, todas esas cosas que predisponen para el goce a un cuerpo maduro pero magníficamente cuidado? ¿Y por qué no iba ella a amar a un hombre así? ¿O alguien puede decir que Claretta Petacci no amó a Mussolini hasta el punto de morir con él?

Todas las historias que convierten a Perón en un actor secundario en el drama de la pareja, con mucho papel pero secundario al fin y al cabo, dejan en el lugar de lo inexplicable el vínculo de la mujer con él. O, lo que es peor, lo reducen al interés, al delirio por el poder, al oportunismo. Sin embargo, para los hombres de hoy, los que sólo contamos con una memoria narrada y, por lo tanto, selectiva, incompleta, una mirada a los documentos filmados del coronel Perón en 1943, 1944 y 1945, el ministro Perón junto al presidente Farrell, revela muchas cosas: el ministro, con uniforme de gala y gafas, ya imprescindibles para leer, de apariencia mucho más juvenil que la que correspondía a su edad en la época, con una dentadura perfecta y una sonrisa real, no de circunstancias, con un cierto, contenido aire de intelectual enamorado del deporte, era un hombre del que cualquier mujer podía enamorarse. Quizás así, tras esa mirada, las sombras que cubren el tercer origen de Evita se disipen: una joven sedienta, de veintipocos años, y un varón en su plenitud se enamoran. Y ella muere. Y cuando ella muere, él deja de ser el que era, vive una mutilación, una pérdida sin límite y sin compensación, ya que ni siquiera han tenido hijos. No es loco, no es absurdo. ¿Acaso no se enamoraron millones de aquel coronel? ¿Acaso no se enamoraron millones de aquella muchacha? Sin embargo, es una posibilidad sistemáticamente relegada al segundo plano. Todas las fantasías sobre aquella pareja parecen lícitas, menos la de la pasión mutua. Después viene la sombra final, la que ensombrece cualquier origen e inaugura la leyenda: el espanto del cuerpo robado, perdido, trasladado, enterrado y exhumado una y otra vez, hasta ahora mismo, casi. La historia de Evita es la historia de su cadáver, y así la contó Tomás Eloy Martínez en Santa Evita.

El tercer tema, o la tercera leyenda, es el oscuro origen de Perón. La suposición o sueño o seguridad de su dudosa filiación, de su haber sido engendrado por un hombre distinto del marido de su madre y padre de sus hermanos. El que Perón fuese hijo de otro hombre, distinto del padre legal, ¿le haría menos Perón? No, por supuesto. Hasta le haría más Perón.

En el caso de Gardel, lo que se pone en tela de juicio, a poco que se hable, no es el padre, sino la madre del cantor, cosa muy dura en un país tan maternalista como la Argentina. Quizá debido a la profunda marca de las dos culturas más maternofílicas, o edípicas, del mundo: la italiana y la judía. La mamma y la mame. Por todas partes, a lo largo y a lo ancho del territorio, florecen monumentos más o menos kitsch dedicados "a la madre", así, en general, estatuas de mujeres anónimas: un médico ilustre y gran cronista de la sociedad argentina, Florencio Escardó, llamaba a esos estallidos escultóricos "monumentos al padre desconocido". No hay poeta aficionado que no perpetre un soneto, una oda o, al menos, una cuarteta a la madre, generalmente a la suya propia, pero convertida en arquetipo universal por ser suma de todas las virtudes imaginables. Y entre los poetas aficionados suelen contarse los letristas de tangos. Las madres, si no el abstracto "la madre", siempre tienen un lugar de privilegio en los pensamientos de los bardos populares del Río de la Plata, pero los padres brillan por su ausencia. En algunos casos la cosa podría entenderse o explicarse considerando la probabilidad de que no todos los autores en cuestión tuviesen padre formal. Pero también cabe pensar que algunos debían de tenerlo, pese a no dejar fe de ello en sus versos. ¿Dónde estaría ese padre? ¿Qué clase de padre sería? Un ausente, en todo caso.

El padre de Gardel, sea que se lo tome por francés, sea que se lo tome por uruguayo, es desconocido. El padre de San Martín es de dudosa identidad. Lo mismo sucede con el padre de Perón. El padre de Evita la reconoció, le dio su apellido, pero no se casó con la madre. No hay dudas acerca de los padres de Borges ni acerca de los padres del Che. Ni Gardel, ni Evita, ni Perón ni Borges tuvieron hijos. El único con un linaje completo, ascendientes y descendientes, es el Che. Pero San Martín, Evita, Perón, Borges y el Che tienen madre reconocida y reconocible y, por lo tanto, dignificable e idealizable. La madre de Gardel, en cambio, es una invención testamentaria. Aceptar la realidad, aceptar que el hombre que murió en Medellín el 24 de junio de 1935, llamado Carlos Gardel, no era el hipotético ciudadano francés Charles Romuald Gardés, impone la obligación de aceptar que la madre del uno no era la madre del otro, aceptar que el personaje de Berta Gardés madre de Gardel es una fábula. Y un santo puede no tener padre, pero no puede no tener madre. Menos aún cuando ese santo ha dejado grabados cientos de discos con discursos culpables, de fracaso y arrepentimiento, de edipo e impotencia, dirigidos a madres, a la suya, se supone, y a las demás a través de ella, o a la madre quitaesenciada, la de los monumentos. ¿Cómo no va a tener madre un hombre así?

La generación argentina que vino al mundo entre 1940 y 1950, con el añadido de los que vinieron un poco antes y un poco después, los menos, es una generación de muertos y desaparecidos. Todos hijos de madre. De "las" madres, como se ha dado en llamar, primero, a las de Plaza de Mayo y, más tarde, al conjunto de las mujeres de edades parecidas que tuvieron hijos militantes. Tal vez en otros países se hubiese dado el genérico "padres" como símbolo de la resistencia, abarcando padres y madres. En la película Missing no sorprende a nadie que el que viaja a Chile desde los Estados Unidos en busca de su hijo desaparecido sea el padre del muchacho. Parece, y es, natural.

Es cierto que parecía moralmente más difícil reprimir a sangre y fuego a un grupo de mujeres reunidas ante la sede del Gobierno nacional que reprimir a un grupo de hombres y mujeres. ¿Pero acaso tenían las juntas militares algún problema moral a ese respecto? Es cierto también que, si eso se hacía, era probable que hubiese imágenes, fotos de esas de las que nadie sabe nunca quién las sacó ni desde dónde, pero que acaban en las portadas de los periódicos de todo el mundo. ¿Pero no era acaso más importante el mundial de fútbol del 78? ¿Tuvieron alguna vez las juntas problemas de propaganda? ¿Les preocupaba realmente lo que se pensara de ellos? Estaban seguros de tener razón, no dudaban de su misión. Videla era un iluminado. ¿Por qué no iban a ser subversivas y, por tanto, reprimibles, esas mujeres?

Y la más importante de las preguntas al respecto: ¿hubo en el principio del movimiento algún hombre implicado? Si se responde con nombres propios, como es posible hacer, se responde desde la excepción, se confirma la regla. No hubo, hay pocos y son simples colaboradores. ¿Por qué? ¿Es una cuestión cultural? Yo diría que sí. Que estas madres, de distintos orígenes sociales e ideológicos, son las herederas de las madres solas de los tangos, y sus hijos los herederos de los letristas y cantores que nunca hablaban del padre.

Estas madres son madres de muertos.

Los muertos son una invención, una trampa de la memoria.

Los vivos también. Creamos y recreamos perpetuamente los objetos de nuestros sentimientos. Pero el objeto vivo de un sentimiento se resiste, se muestra y se demuestra distinto, forma parte activa de esa otra construcción del imaginario que es lo real, en constante transformación.

Los muertos, en general, en cambio, se dejan inventar.

La invención de un vivo se hace a partir de la atribución de virtudes, reales o supuestas, con las que hay que hacer coincidir un relato. La invención de un muerto se hace a partir de la atribución de unos hechos. Un muerto es la historia que se le da. Y las historias dependen de su final. En las historias, el principio viene decidido por el final. Como en su día explicó, perplejo, Jean-Paul Sartre, las historias, la historia, la historia de todos y la de cada uno, se cuentan invariablemente de modo que la muerte parece la revelación de un destino, eligiendo y destacando las partes de la vida que más han contribuido a que el final fuera el que fue y no otro cualquiera. Es la muerte la que concede el orden básico, la estructura, el marco sobre el que tejer la tela del mito. Es la muerte la que permite la creación, la recreación y la mentira: no se puede ir en contra de la memoria de un hombre vivo, pero los muertos no tienen recuerdos.

Tomás Eloy Martínez se ha ocupado de grandes muertos: Evita, de su entrada en la inmortalidad, como decían los medios de comunicación oficiales en aquella época, quizá con razón, y Juan Perón, el increíble general que pasó a mejor vida oficialmente en 1974 pero que en realidad estaba muerto desde mucho antes, tal vez desde 1955, tal vez desde antes: desde el momento en que se dejó inventar por los demás como si ya no tuviera nada que decir o prefería lo que sobre él decían otros a lo que él realmente sabía.

Pero La novela de Perón y Santa Evita se inscriben en una tradición, que es la de toda la literatura argentina, desde los inicios hasta hoy y que me incluye, aunque yo no me di cuenta de ello hasta hace bien poco, reflexionando, como es de rigor, acerca de la obra de otros.

Si vamos a los textos mayores y fundacionales, nos encontramos con Echeverría, Sarmiento, Mármol y Hernández, que marcan toda la producción posterior. El matadero de Esteban Echeverría es un relato sobre la casta de los represores en la fase de su creación como tal. Una etapa larga, en la que fueron pluriempleados porque no había botín, como lo habría a partir de López Rega. Desde la época de Rosas y hasta mucho después, la otra actividad privilegiada por asesinos y torturadores fue la carnicería. En el matadero trabajaban los hombres de la Mazorca, algunos tan ilustres como Leandro Alén, padre del padre del radicalismo. Y carniceros del Mercado de Abasto eran los hermanos Cardozo, colaboradores vocacionales de Lombilla y Amoresano en la Sección Especial, que funcionaba en la Comisaría 8ª de la calle Urquiza, frente al Hospital Ramos Mejía, antiguo San Roque, por si acaso.

De los mazorqueros huían los protagonistas de la Amalia de José Mármol, refugiados finalmente en el exilio corto de Montevideo, donde todavía faltaban tres décadas para que el dictador Máximo Santos financiara y honrara las actividades atormentadoras y desaparecedoras del coronel Escayola, padre de Carlos Gardel por obra de violación, estupro e incesto.

Un caudillo provincial, ni mejor ni peor que sus pares y, como ellos, con una cohorte de monstruos a su servicio, fue Juan Facundo Quiroga, que acabó asesinado por orden de Juan Manuel de Rosas y por mano del tenebroso Santos Pérez, compinche de Cuitiño y del viejo Alén en lo de andar persiguiendo y degollando ciudadanos.

Sarmiento inventó su muerto en el Facundo, convirtiéndolo en la encarnación de una barbarie que tuvo ejemplos peores, y sigue teniéndolos. Facundo Quiroga hubiera sido menos, casi nada, de no ser por el ejecutor Pérez y el novelista Sarmiento.

También Evita hubiera sido menos, de no ser por los zafios dirigentes de la CGT que la quisieron conservar, del doctor Pedro Ara, que la embalsamó, de los que robaron su cuerpo y unas cuantas confusas copias y, por último, del novelista Tomás Eloy Martínez. Hubiera sido menos si se hubiera atendido al criterio de Perón, que, como buen hombre de campo, quería para ella, y para sí mismo, un entierro corriente y moliente. "Los que no vuelven a la tierra no tienen descanso", decía, con ostensible razón.

El matadero, Amalia, Facundo. Los asesinos, los exiliados, el muerto de turno. Falta algo importante en la lista: el exilio interior, la historia de los que no llegaron ni siquiera a cruzar el río hasta Montevideo. Eso es Martín Fierro, el poema o novela de José Hernández, quien también, cómo no, pasó largos años de exilio exterior y tuvo que doblegar la cerviz como para un degüello, haciendo concesiones y pidiendo favores, para que lo dejaran volver al país que él mismo había contribuido a crear.

Se han establecido numerosos paralelos entre la peripecia de Fierro y la de Perón, empezando por el cinematográfico de Pino Solana en Los hijos de Fierro. Pero la historia que más se asemeja a la de Fierro es la de Juan Moreira, más allá de que el gaucho de Hernández fuese injustamente perseguido y el otro fuese un rebelde real, más o menos marginal, más o menos delictivo. Moreira muere, asesinado por la partida, en el pueblo de Lobos, donde se crió Perón. Ireneo Sosa, abuelo materno del general, era compadre de Moreira y corrió suerte parecida. Las calaveras de los dos, Moreira y Sosa, formaron parte del paisaje infantil de Perón, y Borges escribió un cuento, La noche de los dones, para marcar sus distancias respecto de tan infame suceso. La diferencia entre el encuentro de Fierro y el de Moreira con la partida es el hombre que la manda. El sargento Cruz, encolerizado por la cobardía que supone que un grupo de hombres armados se lance sobre un solo individuo, se pone del lado de Fierro y, a partir de ahí, comparte su destino. El sargento Chirino, el matador de Moreira, es un asesino artero, que realiza su objetivo por la espalda.

Fierro y Cruz, exiliados entre los indios. Moreira, muerto a traición. Historias ligadas a la de Perón, a la novela de Perón.

La tradición inicial de la que hablamos no sería sino una señal del pasado de no haberse continuado a lo largo de todo el siglo XX en los nombres mayores de la literatura argentina, al que se ha sumado ahora Tomás Eloy Martínez. Me refiero, sobre todo, a Arlt, Borges y Cortázar.

En Los siete locos y Los lanzallamas, que son dos partes de un mismo libro, Roberto Arlt profetiza los contenidos y la deriva del peronismo en general y de los montoneros en particular. La revolución que planifican los protagonistas de la novela, de la que no se sabe si será comunista o fascista, pero sí se sabe que hará derramar mucha sangre, podría haber sido el retrato ideológico del peronismo, de haber ocurrido ya el peronismo. Pero Arlt murió en el 42 y ese proceso se inició formalmente en el 43. De todos modos, está claro que estaba en el aire para quien quisiera olerlo. El Astrólogo, una prefiguración suave y hasta benevolente de López Rega, es el jefe en la sombra que da órdenes contradictorias. Hipólita, la Coja, su amante, se parece demasiado a la mala bailarina patizamba de Panamá, neé María Estela Martínez Cartas y conocida como Isabel por un rebautizo espiritista. La pobre, desaforada base militante es el protagonista, Remo Erdosain, resentido y confuso pero esencialmente justiciero, que termina como terminó la generación montonera: en el suicidio inducido.

Los suicidas son otra tradición argentina, que se consuma en el peronismo. Y no me refiero únicamente a las tres generaciones de Lugones suicidas, a Horacio Quiroga, a Belisario Roldán, a Lisandro de la Torre, al Alem hijo o a tantos otros cuyo nombre se me olvida ahora, sino a la clase dirigente, la oligarquía terrateniente que se suicidó en conjunto con la dictadura de los años 70.

La novela de Perón y Santa Evita pueden ser leídos como relato de la revolución de los siete locos realizada. Y hay que decir que fue la realidad la que proporcionó los personajes de la saga, más allá de la voluntad del novelista. Una voluntad, la del novelista, que rara vez tiene ocasión de ser ejercida en el acto del relato.

Borges, que inventó Buenos Aires, la inventó como se inventa un muerto: con retazos de memoria, ropa vieja, testimonios casi siempre falsos. Pero el suyo es un muerto colectivo, al que está unido por el espanto. Es el resultado de una suma de cadáveres, a su vez inventados. Tal vez El coronel Quiroga va en coche al muere sea su poema más famoso. Facundo visita a Borges una y otra vez, y la suma de esas visitas se encuentra en un relato de El hacedor titulado Diálogo de muertos, donde Quiroga le dice a Rosas: "Será que no estoy hecho a estar muerto". En el mismo libro se encuentra El simulacro, un brevísimo cuento acerca de las representaciones del interminable velorio de Evita que se hicieron en pueblos de provincia mientras la solemnidad se desarrollaba realmente en Buenos Aires. Ahí es donde Borges apunta que "tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva, sino desconocidos y anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crase mitología".

Por último, en este repaso de antecedentes o precedentes literarios de Tomás Eloy Martínez, hay que mencionar a Julio Cortázar. No Rayuela, que es una novela de exilio aunque el propio Cortázar no la entendiera así, y que en ese sentido merecería un estudio serio que no es del caso en este texto, sino El examen, publicada póstumamente en incumplimiento de la voluntad de su autor, una vez más, felizmente. En El examen Cortázar narró la serie de acontecimientos interiores que le llevaron a marcharse de la Argentina para siempre. Después, cuando la revolución cubana le llevó hacia la izquierda sentimental, que incluía al peronismo, le dio vergüenza haber escrito aquello y lo dejó en un piadoso cajón. Es un libro sobre el populismo, sobre el horror de su autor a las manifestaciones del populismo, un way of life en América Latina, un estado del alma, una estética y la ficción de una ética. Muchas veces me he preguntado en qué medida los numerosos exilios a los que dio lugar la vida política argentina tuvieron, además de la componente obvia del miedo a una muerte más que probable, un aspecto estético. No hay duda de que, fueran cuales fueran sus declaraciones teóricas posteriores, Julio Cortázar, hijo de la cultísima y estrecha clase media porteña, escapó de la fealdad plebeya del universo de Evita. Hasta tal punto la había penetrado aquel estado de ánimo general que en El examen profetizó, como Arlt su revolución, el velorio de la Señora, la Jefa Espiritual de la Nación, Eva.

Toda esta tradición marca a algunos escritores argentinos de hoy. Yo mismo, a mi pesar, me reconozco en ella, habiendo deseado ser capaz de escribir una obra más festiva, para el placer del lector y no para su dolorosa información.

Toda esta tradición se suma, se resume, se prolonga y se realiza en un nivel superior en la obra de Tomás Eloy Martínez. En La novela de Perón y Santa Evita; también, como un decorado de fuerza excepcional, en El vuelo de la reina.

Yo le agradezco muy especialmente su reinvención de esas mitologías, porque son el primer intento, diría que muy exitoso, de humanizarlas.

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