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Jorge Soley

¿Puede Trump ganar en los tribunales?

El monstruo al que pretende enfrentarse es demasiado grande y él está demasiado solo.

El monstruo al que pretende enfrentarse es demasiado grande y él está demasiado solo.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. | EFE

¡Menudo escenario! Tras una campaña agitada, jalonada de sorpresas y revelaciones, las elecciones presidenciales norteamericanas nos han sumido en un inédito escenario de tensión y confusión. A estas horas, los medios han proclamado a Joe Biden presidente de los Estados Unidos, pero Trump insiste en llegar hasta el final y batallar en los tribunales por unas elecciones que considera le están robando.

Avisamos en su momento porque los indicios eran muy claros: un sistema electoral como el estadounidense, con indiscutibles carencias, se había convertido este año en el entorno ideal para cualquiera interesado en cometer fraude masivo. Para quien piense que exageramos, recomendamos una visita a la base de datos que ha elaborado la Heritage Foundation y en la que se recogen (no es una lista exhaustiva) 1.298 casos recientes de fraude electoral probado (no se incluyen las presidenciales de 2020). Si el sistema ya era deficiente, el envío indiscriminado de papeletas de voto por correo con la excusa de favorecer la participación en tiempos de pandemia lanzaba al espacio exterior miles y miles de votos enviados a direcciones incorrectas, a personas ya fallecidas… votos que los cosechadores profesionales podían recolectar y utilizar para sus fines. Algunas medidas para alargar la fecha de recepción de votos por correo sin verificar que el sello fuera anterior al día de las elecciones y dando por buenas las firmas dudosas, como las aprobadas en Pensilvania, hicieron saltar todas las señales de alarma. No estábamos en 2016 y nadie iba a ser pillado por sorpresa en esta ocasión.

No seré yo quien afirme o niegue un fraude que, desde España, es imposible verificar o desmentir. Pero lo cierto es que siguen ahí esas cosas raras que no me consta que nadie haya explicado satisfactoriamente. Lo que sí he leído son descalificaciones y acusaciones. Pero nadie ha explicado cómo es posible que en Michigan se contabilizaran de golpe 138.339 votos y ni uno de ellos fuera para Trump, algo que estadísticamente compite con el mono que escribió El Quijote aporreando por azar una máquina de escribir. Cualquiera que se pasee por las redes puede elaborar su particular lista de cosas raras: en estas elecciones presidenciales de 2020 hay para dar y regalar. No seré yo, obviamente, quien las pueda aclarar, y quizás muchas de ellas no se sepan nunca. En cualquier caso, es posible que dentro de unas décadas hablemos de estas elecciones como hablamos hoy de las que enfrentaron en 1960 a Kennedy y a Nixon.

Lo que me lleva a una curiosa reflexión: Ohio siempre ha votado al ganador de las presidenciales en todas las elecciones desde 1860, con una excepción: 1960, cuando Nixon se enfrentó a Kennedy. Unas elecciones en las que ahora sabemos que hubo fraude a favor de Kennedy por parte de la maquinaria del alcalde Daley en Chicago. Así que también en aquellas elecciones Ohio votó por el ganador real de las elecciones (Nixon), aunque luego el presidente fuera el otro candidato. En aquella ocasión el condado de Cook (Chicago) no dio sus resultados hasta que todos los condados del sur del estado lo hicieron. Cuando Springfield, el último en informar sobre su recuento, hizo públicos sus resultados, la maquinaria de Chicago se puso a trabajar: ahora ya sabían exactamente cuántos votos necesitaban fabricar para asegurar la victoria de Kennedy… Poco después dieron el resultado necesario. ¿Les recuerda a algo? ¿Han visto recientemente escrutinios misteriosamente detenidos, vuelcos en el recuento, cambios en el ganador de un estado por un muy estrecho margen?

Por cierto, algunos afirman que un fraude tan grande como para determinar el ganador de las presidenciales estadounidenses es imposible porque requeriría cientos de miles, o incluso millones, de votos fraudulentos. No es así. Las elecciones de 2016 se decidieron por 77.000 votos en tres estados, que le dieron el colegio electoral a Trump. En esta ocasión no parece que vayan a ser muchísimos más.

Eso sí, los días transcurridos desde el pasado 3 de noviembre nos ha dejado con al menos dos conclusiones importantes:

1) Los medios de comunicación y las redes sociales han dejado atrás todo disimulo: no se trata ya de tu línea editorial ni de evitar fake news (sea eso lo que sea), lo que hemos visto ha sido el espectáculo de unos supuestos informadores silenciando lo que no es de su agrado. Les dejo a ustedes que le pongan nombre a este modo de actuar.

2) La ola azul anunciada se acabó por desvanecer. Esa mayoría abrumadora con la que contaban los demócratas para reclamar, al estilo prusesista, un mandato para impulsar una transformación radical del país, sencillamente no ha existido. El hecho de que Trump, incluso si pierde, haya estado rozando la victoria absoluta tras cuatro años de ataques continuos desde casi todos los medios de comunicación significa que los Estados Unidos están profundamente divididos en las grandes cuestiones: aun con los demócratas movilizados como nunca antes y con casi todos los medios de comunicación y los dueños de las redes sociales jaleándoles, la victoria, discutible, habrá sido por la mínima.

Dicho esto, la pregunta que todo el mundo se hace es: ¿puede Trump ganar las elecciones en los tribunales? Como casi todo en esta vida no es imposible, pero en mi humilde opinión creo que es altamente improbable.

Para conseguirlo, Trump necesita no solo pruebas sino apoyos. No estamos hablando de un juicio por robar unas galletas en el súper o saltarse un semáforo: la estabilidad de todo un país está en juego. En esta situación, manteniendo el control del Senado y con unos buenos resultados en el Congreso, son muchos los republicanos que prefieren no ir a lo que supondría una guerra sin cuartel. El establishment del Partido Republicano de toda la vida, los tipos a quienes Trump, un exótico outsider, derrotó contra todo pronóstico y a quienes se ha pasado cuatro años despreciando, no parecen dispuestos a ir a una guerra institucional de consecuencias imprevisibles para salvar a Trump. Sin el apoyo de su propio partido, a Donald Trump le queda el sostén de muchísima gente, en torno a la mitad del país, pero no precisamente la mitad más poderosa. Y también de Tucker Carlson y de algún otro comunicador influyente. Una base muy potente pero claramente insuficiente para oponerse a las inimaginables presiones y juego sucio que se desplegarían en el caso de que quisiera llegar hasta el final. Es cierto que Trump ha demostrado que es capaz de lanzarse por caminos que nadie pensaba que fueran transitables, pero en esta ocasión el monstruo al que pretende enfrentarse es demasiado grande y él está demasiado solo.

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