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Pablo Molina

El fetichismo monarquizante de la horda republicana

Hay un ambiente propicio para que los agnósticos en materia de formas del Estado nos convirtamos en acérrimos defensores de la Monarquía. Pero de la Absoluta.

Hay un ambiente propicio para que los agnósticos en materia de formas del Estado nos convirtamos en acérrimos defensores de la Monarquía. Pero de la Absoluta.

El anuncio de la abdicación del Rey en la persona de su hijo y heredero desató ayer la lógica oleada de concentraciones a favor de la República. En concreto de la Segunda, cuya bandera tremolaba sobre las cabezas de los participantes junto con la de la URSS, enseña habitual en las concentraciones republicanas de la izquierda española, para que nadie se llame a engaño sobre el verdadero sentido de estas manifas. Entre gritos contra los Borbones y el capitalismo, los asistentes exigieron con urgencia la llegada de la III República con la bandera de la Segunda, fracasada por el sectarismo de unos, la oposición de otros y la desafección de todos hasta desembocar en la Guerra Civil. Como referente histórico-político, el ejemplo no está nada mal.

Al despiste de unos pocos y la demagogia de otros muchos hay que sumar la ingenuidad generalizada de considerar al régimen republicano una especie de misterio sacramental laico, capaz de otorgar una gracia especial de estado a sus dirigentes que garantice la pureza de su desempeño posterior. No debería ser necesario traer a colación el caso de Francia, patria del republicanismo moderno, cuyos presidentes desde De Gaulle han acabado involucrados sin excepción en feos asuntos de corrupción y sugestivos temas de faldas, con Mitterrand y Hollande como epítomes de hasta dónde pueden llegar en estas aficiones un presidente republicano cuando, además, es progresista.

En todo caso, las concentraciones antimonárquicas de este lunes tuvieron un éxito perfectamente descriptible, a tenor del número de asistentes. El 99% de los votantes de IU y Pablemos mostró su abierta desafección a la causa republicana porque, más allá de quién ocupe la jefatura del Estado y del proceso para su designación, lo que quieren mayormente es trincar el sueldo público que les ha prometido el chico ese que sale a tanto en la tele debatiendo con su novia en las cadenas de mucho progreso. A ellos hay que sumar los defensores del Jordán democrático de las urnas como requisito para ungir al elegido del pueblo y los que tachan de ilegítimo un sistema político vigente porque no tienen la menor posibilidad de cambiarlo por cauces legales. Un panorama grotesco de minorías radicales, entreveradas por la habitual cuadrilla separatista intentando aprovechar la ocasión para ver qué hay de lo suyo, que contribuye a esbozar un ambiente propicio para que los agnósticos en materia de formas del Estado nos convirtamos en acérrimos defensores de la Monarquía. Pero de la Absoluta.

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