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Pedro de Tena

El desconcierto creciente

Lo que se ha incubado es el descrédito del consenso que se fraguó desde 1976 y que cuajó en la Constitución de 1978.

Decía Ortega que lo que más había faltado a los intelectuales en Europa era la responsabilidad. Añadía que el desconcierto era consecuencia de la falta de colaboración entre profetas y políticos, colaboración de la que los políticos habían desertado para apoderarse en exclusiva del futuro. Todo esto hoy parece casi una broma, porque lo que más desconcierto produce es que tipos que mienten, que plagian, que dicen una cosa hoy y la contraria mañana, que carecen del más mínimo escrúpulo, que no se sabe si tienen alguna idea propia o sencillamente tienen la que les conviene en cada momento, son los que tienen en sus manos el futuro de España. Y lo que es peor, ni por la izquierda ni por la derecha aparecen reacciones de calado que se opongan a las consecuencias que sin duda alguna vendrán.

¿Qué ha pasado en una nación como la española para que todo lo que zurció en la Transición se deshaga en un minuto sin que ni intelectuales ni profetas ni políticos abran la boca para explicar que aquella fue una gran solución colectiva a un problema de enfrentamientos permanentes desde hacía siglos? Sí, doy por hecho que lo que se va a deshacer si no lo remediamos no es sólo la nación española, sino asimismo la democracia, una forma de organización política que exige cesiones y contrapesos, equilibrios y acuerdos, en la creencia común de que no hay otra forma mejor de encauzar los destinos públicos.

Yo, lo confieso, estoy desconcertado. Creía y creo que no hay otra forma de gobierno convivencial salvo la democracia, por insuficiente, defectuosa e incluso desequilibrada que pueda parecer. Pero observo con inquietud que todo lo se había argamasado durante dos generaciones puede derrumbarse en poco tiempo porque hay algo que sigue fallando en muchos de los actores de la política: la buena voluntad de aceptar las reglas y las formas de la democracia. Durante los últimos 40 años, no se han desarrollado, perfeccionado, animado, enriquecido y explicado los principios básicos de la democracia. Al contrario, lo que se ha incubado, sin que pueda certificarse de manera precisa cómo, es el descrédito del consenso que se fraguó desde 1976 y que cuajó en la Constitución de 1978.

A la falta de lealtad de los nacionalistas vascos, con su pistola etarra escondida, siguió la deslealtad suave pero sistemática del separatismo catalán, que ha terminado por asaltar las calles y las instituciones. La llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero supuso para uno de los pilares de la democracia española, el PSOE, la vuelta atrás hacia posiciones propias de la II República, con desdén hacia los socialistas más sensatos que advirtieron del error. Lo de Pedro Sánchez, unido ya al movimiento comunista de Podemos, es un salto hacia la desconciliación de los españoles. Desenterrar a Franco ha sido algo mucho menos grave que enterrar los valores derivados de la Transición.

Mientras tanto, los que deberíamos defender la democracia con uñas y dientes, liberales, conservadores, centristas, socialdemócratas de ley y constitucionalistas de todo tipo, parecemos sumidos en el más estúpido desconcierto, atenazados por nuestras responsabilidades en el desastre que viene. El problema es que los que impulsan el movimiento enfermizo hacia el pasado tienen prisa y que los demás, que quiero creer que somos una gran mayoría nacional, no tenemos quien nos inspire y nos señale una puerta de salida con un programa ordenado de reformas. El agobio va a ser insoportable.

En España

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