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Pedro de Tena

¿Qué hacer?

Para que la España libre, plural pero no suicida, no uniformada, fructifique necesitamos una plataforma común de calado estratégico

Así se titula uno de los más famosos y extensos folletos de Lenin, que trataba de desarrollar las ideas de otro titulado Por donde empezar, publicado en 1901. Según el propio autor, el objetivo de su reflexión era determinar el carácter y el contenido principal del bolchevismo naciente tras el fracaso de la unión de todos los socialdemócratas rusos y las tareas de organización interna y externa en toda Rusia para conseguir el triunfo del proyecto político comunista. Pero comenzó atizando a la libertad de crítica, con una diatriba contra una socialdemocracia “oportunista” (la que originó la europea de hoy) que asumía la democracia liberal y que renunciaba a la revolución y a la dictadura del proletariado, esto es, a la del partido comunista, de su comité central, de su cúpula y al fin, de su líder, como Trotsky resumió.

En España mucho de esto se vivió en la II República española pero los socialistas, con excepciones notables, en vez de separarse de las tesis comunistas se vistieron con ellas (recuérdese lo del “Lenin español” aplicado a Largo Caballero) y mezclados anduvieron hasta el final de la Guerra Civil. Lo de las independencias regionales no gustaba pero tácticamente podrían ayudar a la lucha final. Cuando se suicidó el régimen, ya muy liberalizado, de la dictadura de Franco, con unas izquierdas fragmentadas, las derechas y el comunismo decadente tuvieron muy claro qué hacer, aquéllas por convicción y éstos por necesidad estratégica ante un futuro incierto. Poco a poco se sumaron todos los actores a la transición a una democracia política al uso europeo.

El problema es que desde el principio se vio claro que había quienes no aceptarían nunca una democracia liberal en una España unida, unos por liberal y otros por unida. Desde la aprobación de la Constitución de 1978, se minó la España tranquila que quiso edificarse con el terrorismo, con reformas que reventaban el equilibrio de poderes y otros equilibrios y con una ofensiva cultural que descalificaba a cualquiera que se opusiera a aquel rumbo que nuevamente podría conducir a otra sacudida nacional.

Se comprobó, tras la refundación de una derecha moderada, que su victoria electoral no sólo no impedía el desarrollo del separatismo y del autoritarismo socialcomunista, sino que de alguna manera trataba de contemporizar con ellos. Ni sus reformas fueron profundas ni se desandaron caminos indeseables, ni en justicia ni en educación ni en cultura ni en corrupción. Por si fuera poco, ni siquiera fue capaz de prever la conquista del poder dentro del PSOE por una pandilla de iluminados con el espejo retrovisor señalando su nueva versión de la II República. Tras el hundimiento del primer intento por el hartazgo de una mayoría absolutísima de españoles, no se hizo nada cuando pudo hacerse casi todo. Es más, se deshizo el llamado centro político en tres facciones, la social liberal y antiseparatista de Ciudadanos, la ambigua y acomodaticia del PP y la nacional y no acomplejada de Vox.

Es evidente que con tres partidos, sin una socialdemocracia militante de la democracia, con una educación abandonada, con una justicia ocupada, con una estructura mediática consolidada al servicio mayoritario de la calcinación española y, ahora, con una pandemia aprovechada para instalar una suerte de estado de sitio con desactivación general de los derechos y deberes, no va a ser fácil la recuperación de la esperanza en una democracia cabal y útil para los ciudadanos españoles de a pie y su convivencia. La partitocracia consagrada se lo guisa y se lo come todo y además juegan con las cosas de comer y juzgar. En unos casos conduce al separatismo, en otros a la corrupción y siempre a una España en que el carné de identidad vale mucho menos que los salvoconductos partidistas.  

Hay, pues,  que trazar un plan, preguntarse qué hacer antes que dejar hacer y dotarse de la organización y la estrategia global precisas que conduzca a una edición revisada y mejorada de la Constitución de 1978 y de su deseo de reconciliación y convivencia. Eso sí, teniendo en cuenta que ya está claro que hay quienes ni ahora ni nunca aceptarán ese futuro para España y quienes, como Lenin, no quieren ni oír hablar ni de la libertad de crítica ni de  ninguna libertad.

Para que la España libre, plural pero no suicida y socialmente equilibrada, no uniformada, fructifique necesitamos una plataforma común de calado estratégico a la que muchos podamos contribuir. Pero tal proyecto parece ilusorio mientras otros aplican sus programas de destrucción de la España constitucional que, si no se neutralizan, conducirán de nuevo a la colisión nacional o, definitivamente, a la rendición de los demócratas ante el totalitarismo vencedor. Nosotros mismos. 

En España

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