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Presente y pasado

Generación del 98

A ver, los que más sepan:

El paso del siglo se manifestó en España en el noventayochismo y el modernismo, dos actitudes contrapuestas, aunque a veces se las reúna como Generación del 98, por haberse dado a conocer sus integrantes en torno a esa fecha. Si a la primera mitad de la Restauración había correspondido un florecimiento literario e intelectual, la segunda lo consolidó y reforzó con dos generaciones seguidas, la citada del 98 y la de 1914. En la primera suele incluirse a escritores como Pío Baroja, acaso el mejor novelista español del siglo XX y uno de los primeros en introducir el género social y el de aventuras, el inclasificable Azorín, los filósofos Ramiro de Maeztu y Unamuno, Ramón del Valle-Inclán, el dramaturgo premio Nobel Jacinto Benavente, Carlos Arniches, Gabriel y Galán, Manuel y Antonio Machado, Menéndez Pidal, uno de los máximos filólogos e historiadores españoles, músicos como Isaac Albéniz o Enrique Granados, o pintores como Zuloaga. No hubo un científico descollante, a no ser Santiago Ramón y Cajal, uno de los mayores histólogos de todos los tiempos, descubridor de la neurona como elemento clave del sistema nervioso y premio Nobel de medicina en 1906. Quizá valga la pena señalar su convicción, nada popular en España, de que en la investigación científica el esfuerzo personal es lo decisivo, y los medios materiales lo secundario.

El modernismo fue un movimiento europeo que reaccionaba contra el realismo y el naturalismo de la época anterior. Ajeno a las ideologías ansiosas de instrumentalizar el arte, cultivaba un preciosismo artístico, erótico y vital, el adorno, la sensualidad, el cosmopolitismo, un ademán de hastío de la vida, el desdén por lo burgués y lo cotidiano, vistos como vulgares y antiestéticos. El poeta catalán Joan Maragall lo expresó a su modo en su conocida queja: él había querido "ser como Byron o Heine y tirarme a mujeres casadas (...) y correr mundo y no vivir más que para la Belleza y el Arte"; pero su ciudad no se prestaba: "¡Ah, Barcelona, símbolo de toda medianía, ¡¡¡Bien me has jodido!!!". Recordaba a un romanticismo sin impulso aventurero ni atracción por lo heroico y sombrío. En arquitectura, Gaudí y otros convirtieron a Barcelona en capital europea del modernismo, que desde allí se expandió a otras ciudades españolas. En literatura, el estilo llegó de Hispanoamérica a través del poeta nicaragüense Rubén Darío, y su mayor representante español puede ser Valle-Inclán.

Espíritu bien distinto exhibe el noventayochismo, más específicamente español, con un realismo diferente del de Galdós, Valera o la Pardo Bazán. Es menos cosmopolita o "europeo" que el modernismo, y más castizo, sensible al paisaje, hostil a los adornos, a veces con cierta tosquedad deliberada y matices anarquizantes y nietzscheanos. Varios de sus representantes buscaban, anacrónicamente, la esencia de España en la entonces polvorienta Castilla, con un tono regeneracionista e inamistoso hacia la Restauración. La diferencia entre noventayochismo y modernismo queda patente en los hermanos y colaboradores literarios Manuel y Antonio Machado. En Manuel es bien visible la actitud modernista, indiferente a la política o al regeneracionismo y preocupado por la estética formal, incluso en su costumbrismo andalucista (el flamenco estaba en pleno auge y sería visto en el exterior como la representación más propia de la música popular española, a la que, erróneamente, se le atribuían raíces árabes); en Antonio, el interés derivará hacia Castilla, con tono regeneracionista --llegaría a simpatizar con el comunismo soviético—y sin mucho esteticismo, aunque no menor expresividad. Opone demasiado drásticamente la España tradicional a la que caricaturiza como "de charanga y pandereta / cerrado y sacristía", frente a "la España que alborea / con un hacha en la mano vengadora / la España de la rabia y de la idea". Si bien había en todo ello mucha rabia, al menos retórica, y poca idea.

Miguel de Unamuno y Ramiro de Maeztu, los dos vascos, fueron los filósofos de la generación, ambos antítesis de Sabino Arana, también pensador a su algo pedestre modo. Maeztu fue ante todo pensador político, anarcoide en su juventud y conservador en la madurez, en la onda tradicionalista de Donoso Cortés, Balmes y Menéndez Pelayo. En todos ellos cabe distinguir tres aspectos: la crítica, con frecuencia aguda, a las ideas liberales y socialistas; la reivindicación de los siglos gloriosos de España frente a su sistemática denigración por las corrientes más diversas; y sus alternativas reales. Todos ellos atribuyen al catolicismo la más íntima esencia de España, al punto de que la merma de ese factor imposibilitaría la continuidad de la nación. Con lo cual incurren en la doble contradicción de identificar al catolicismo con una doctrina o al menos concepción general política, idea no cristiana, y al propio tiempo diluyen la nación, puesto que el concepto del catolicismo no es nacional, sino universal. Y no distinguen bien entre la vivaz e inspiradora religiosidad del Siglo de oro y su débil brillantez posterior, y oscureciendo el hecho de que el pensamiento católico español en su mejor momento tiene aspectos fundamentales no alejados del liberalismo.

Estas contradicciones convertían su alternativa social y política en una poco atractiva tutela eclesiástica sobre la sociedad, bajo una monarquía absolutista ajena a las libertades políticas. De hecho, el primer tercio del siglo presenció la crisis del liberalismo en toda Europa, y surgieron alternativas como la "democracia orgánica", opuesta a la liberal, acusada de allanar el camino a revoluciones totalitarias. Sobre la democracia orgánica teorizarían representantes de la Institución Libre de Enseñanza como el socialista Fernando de los Ríos, el intelectual de la generación siguiente Salvador de Madariaga y el propio Maeztu. Según este, el liberalismo fomentaría una inestabilidad permanente al dejar a la arbitrariedad del individuo la verdad y la moral, y señalaba la pérdida de integración social del individuo, así indefenso y manipulable, y proponía su integración política a través de las asociaciones en cierto sentido naturales de la familia, el municipio o el sindicato. Sin embargo el liberalismo, aunque mina en parte las instituciones tradicionales, no las liquida, y multiplica en cambio todo género de asociaciones, contrapesando la desintegración social y anomia que teóricamente produciría. Maeztu proponía la acción política a través de sindicatos o gremios, a través de los cuales los individuos, conocedores de sus intereses y representantes, controlarían mejor el poder, superando la corrupción propia del sistema de partidos.

Aportación crucial de Maeztu fue la idea de la Hispanidad, que tomó del obispo vizcaíno Zacarías de Vizcarra, para sustituir el absurdo de la "raza" hispana. La Hispanidad, cultura o subcivilización euroamericana, podría reorientar las peligrosas derivas de Europa o bien establecer una fórmula civilizatoria propia. España la había creado en siglos pasados, y elementos de ella, ante todo la lengua y el catolicismo, podrían alumbrar una alternativa cultural. Pero la Hispanidad permanecía estancada desde hacía mucho tiempo, y por más que la eclosión cultural de principios de siglo en España e Hispanoamérica demostraba que no había muerto, estaba muy por debajo del impulso de Francia, Inglaterra, Alemania o Usa en ciencia, bastante por debajo en pensamiento e incluso en literatura. Solo en pintura, con Picasso, Dalí y otros, se mantendría al nivel más alto en los decenios siguientes.

Unamuno, filósofo original y asistemático, errático en política, buscaba al hombre concreto, "de carne y hueso", suma de sentimientos, razones e intereses contradictorios, como opuesto al "ser pensante" de las abstracciones racionalistas y cientifistas, que rompen la esperanza propia de la vida y empujan al suicidio: no basta pensar, es preciso sentir el destino humano, pues la comprensión del mundo procede del "sentimiento de la vida", en el que no solo interviene la razón, sino también las pasiones, los intereses, las necesidades. La vida humana es paradójica, no se deja reducir a un rasgo preciso, y la base de su contradicción radica en su conciencia de la muerte frente a su anhelo irreprimible de inmortalidad. El hombre vive permanentemente en una agonía o lucha entre el sentimiento y la razón, entre la duda y la fe, opuestos y complementarios.

Su concepto de la fe difiere del protestante, no parte de la gracia ni la predestinación, pues es a un tiempo imaginación y voluntad acosadas por la duda: la fe desprovista de razón embrutece, pero la razón introduce al mismo tiempo la duda. Y esa lucha es la misma vida, en cuyo principio no se halla la acción, como hizo decir Goethe a Fausto, sino el Verbo de la Biblia, es decir, el orden, el sentido. La aparente locura de Don Quijote certificaría una voluntad vital que se hunde al volver a la cordura, a la paz consigo mismo en el último momento, pues la paz y la armonía caracterizan el reinado de la muerte. La vida, lucha por la inmortalidad, es trágica porque no conduce a una victoria definitiva, sino al agotamiento de su propio impulso. El sentido de la vida es precisamente esa agonía o contienda, idea diferente de la mencionada del andalusí Ibn Hazm, que entendió la vida como esfuerzo por distraerse de la muerte. Unamuno ve la clave del pensamiento español de los buenos siglos, no en la Escolástica, demasiado racionalista, sino en la mística, que a su juicio encierra intuiciones más profundas y completas. Era creyente, pero de un modo que no encajaba bien en la Iglesia.

En Unamuno es visible la influencia del filósofo danés Kierkegaard, precursor del existencialismo. Este movimiento filosófico no busca ni parte de una esencia abstracta de lo humano, sino que intenta abordar su existencia concreta, individual, subjetiva, rubricada por su libertad y su carácter pasajero, el modo como existe en el mundo.

Las posiciones unamunianas alejaban a un segundo plano muchas preocupaciones típicas de la época, en particular el desarrollo científico y técnico, y de ahí su célebre boutade "que inventen ellos (los otros europeos)", muy criticada sin que los críticos inventaran tampoco gran cosa. Coincidía parcialmente con Maeztu en la reivindicación del espíritu y la cultura españolas, al proponer, contra la moda de la "europeización" de España, la "españolización" de Europa; y con el mismo problema no resuelto: la debilidad de la cultura española de entonces para una meta tan ambiciosa.

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Do you speak English? Los políticos suspenden en formación

¿No son políticos españoles? ¿Por qué tendrían que hablar inglés? ¿No hay ya traductores? ¿O se sugiere que la política española no depende ya de España sino de países de habla inglesa? En efecto, eso es lo que se sugiere. Y se les compara con los directivos de grandes compañías que sí hablan inglés. Pero el problema no es que lo hablen, hablar idiomas es siempre útil. El problema es que la cultura superior se hace en España, cada vez más, en inglés, desplazando al español, a cada paso más relegado y echado a perder, también en la cultura popular. Diríamos, parodiando a Antonio Machado, que el español medio, y más si es directivo, intelectual o político, desprecia cuanto ignora. Y lo que ignora y desprecia es su propia cultura, de la que solo conoce, aprecia y cultiva la telebasura, el "arte" de los titiriteros, el botellón y similares. Puede ser que hablen muy mal el inglés, pero lo reverencian asnalmente y en su esterilidad intelectual repiten como un mantra: "Es que el inglés, en el mundo de hoy, es fundamental". A su lado, los afrancesados eran patriotas fanáticos.

**** Las sectas gnósticas, como la masonería, suponen tener verdades y virtudes exclusivas, que exigen iniciación y separación del común de los mortales para entrar en el mundo de los elegidos. El cristianismo rechazó desde el principio las doctrinas gnósticas, pues su mensaje, se supone, no es oculto, sino abierto a todos; y supone que el bien y el mal no se hallan concentrados en colectividades distintas, sino que están presentes en cada individuo. De modo que no puede estar concentrado en la masonería: eso sería, a su vez, una especie de gnosticismo, conducente al fanatismo: todo el mal es de origen masónico, y todo lo que hacen los masones es necesariamente malo, luego basta denunciar a la masobería para entrar en el reino de los justos. Es cierto que, en general, la masonería ha atacado a la Iglesia y divulgado ideologías "progres". Pero De Maistre, pensador totalmente reaccionario, era masón y se consideraba al mismo tiempo católico.

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