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Presente y pasado

La pasividad

Lamentaba alguna vez Julián Marías la pasividad española. Exponía alguna situación, algún problema, la gente escuchaba, encantada de oírle… y ahí terminaba todo. No salía de los oyentes o de los lectores una sola iniciativa que transformase el discurso en algo práctico, en acción. He podido comprobarlo muchas veces.

Tengo entendido que España es el país europeo con menos asociaciones en proporción a sus habitantes. Esto es peligroso, porque, ya lo observó Tocqueville, las asociaciones de todo tipo son la defensa contra los abusos del poder. Unos ciudadanos dispersos y desunidos constituyen un rebaño, fácil presa de los demagogos y propenso a las reacciones epilépticas.

Además, nuestras asociaciones suelen funcionar mal, cayendo a menudo en la picaresca, como se ve en tantas oenegés especializadas en parasitar los fondos públicos. Hay mucha propensión a figurar y muy poca a hacer, a trabajar. Lo atribuyen algunos al carácter “individualista” del español actual, pero es justamente lo contrario, como ya observó Ehrenburg. El individualista busca la acción y está presto a asociarse, el gregario solo entiende de dispersión o de reunión en rebaño.

Contra los abusos, fechorías e ilegalidades del gobierno se han manifestado cientos de miles de personas. Sería lógico esperar que ese ambiente de protesta se tradujese en la formación de grupos activos por todas partes, cada cual con un trabajo sistemático en torno a algún objetivo concreto: defensa de la AVT, apoyo a la investigación sobre el 11-M, reivindicación del pasado histórico, denuncia de los separatismos, denuncia del creciente peligro islamista, etc. Algo de eso hay, pero en un grado muy, muy insuficiente. Si solo un diez por ciento de los manifestantes se organizase de esta forma, el movimiento ciudadano sería imparable.

Mucha gente pregunta: “¿Y qué hace el PP?” Olvídense del PP y pregunten, más bien: “¿Qué puedo hacer yo?”. Son muchísimas las cosas que puede hacer cada cual, y que generalmente no hace. Me ha venido esto a la cabeza con la lectura del siguiente artículo, de Lucas Molina. Por supuesto, el PP gallego no hace nada.

El barco del rencor

El miércoles 24 de agosto, después de todo el vendaval mediático que se desplegó días antes en la comarca de Ferrol (La Coruña) en torno al llamado “Barco de la Memoria”, me dispuse a acudir al citado bajel y contemplar in situ, con mis propios ojos, la ejemplarizante carga que -según nos contaban- traía en sus bodegas y en su cubierta.

Al verlo atracado al muelle ferrolano, tras una gran carpa blanca instalada en tierra -cual antesala del recuerdo-, me asaltó la duda razonable de si el barco que -según nos contaban- traía la “memoria” a los ferrolanos, nos devolvería también la ilusión por compartir el futuro de esta ciudad, por trabajar juntos en proyectos ilusionantes, lejos de viejos rencores y arcaicas ideologías “de clase” aún imperantes por estos lares.

Quizás fueron sólo unos segundos los que transcurrieron desde que me hacía estas preguntas hasta que divisé en el mástil del buque la bandera tricolor -roja, amarilla y morada- vigente en tiempos de la II República. ¡Un símbolo inconstitucional ondeando en un buque fletado, auspiciado y financiado con dinero público, gestionado por la Xunta de Galicia!; sin lugar a dudas, tenía que tratarse de un error.

Me pude enterar más tarde que no era un error, que la tricolor y la bandera de Galicia, eran las únicas enseñas que portaba el navío cuando dio comienzo su periplo marinero por los puertos de la comunidad gallega, el 17 de julio de este mismo año, saltándose a la torera normas fundamentales de derecho marítimo. Tras varios días de navegación, una oportuna llamada a la Subdelegación del Gobierno en La Coruña por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, advirtieron de la ilegalidad cometida por el buque fletado por la Consellería de Cultura e Deporte del gobierno autónomo gallego, y sólo entonces, consintieron los organizadores izar una minúscula enseña nacional en el mismo mástil.

Me sorprendió gratamente la labor de restauración de este viejo algibe procedente del puerto de Vigo: madera de teca bien barnizada, motores bien engrasados y bodega de carga perfectamente acondicionada para su labor didáctica de resucitar recuerdos del pasado.

Que inmensa desilusión, en cambio, cuando pude comprobar el sectarismo y el odio que acumulaban las cuadernas de la vetusta embarcación convertida por mor de una supuesta memoria, en “barco del rencor”; que desilusión al ver como setenta años después de una terrible guerra civil, todavía se mantiene encendida en el pebetero de la sinrazón la llama del “cainismo” y del sinsentido, eterno y desgraciado sino de los españoles, como tan bien retrató Goya en su obra.

La marea viva de la revancha, setenta años después del conflicto y treinta de la transición democrática, parece que quiere alcanzar cotas nunca vistas, amenazando con llevarse no sólo la arena de las playas sino los diques, los puertos e incluso los pueblos y ciudades, si hiciera falta. Hay que remover cenizas y levantar cadáveres para mostrarlos en la plaza pública de los mass media, en macabra danza de muertos, y así cargarse de razón para justificar el pueril y poco ortodoxo “...y tu más…”; único argumento que le queda al rancio y extemporáneo extremismo “de clases” para esconder su pasado “glorioso” de miseria, muerte y dolor, los tres grandes logros de las democracias populares -dictaduras comunistas- tras el que se dio en llamar Telón de Acero.

Os mártires do mar” era el título de la exposición, como rezaba el slogan del panfleto que a la entrada de la embarcación nos entregaba un rudo “mariñeiro”, de barba poblada y perfecto gallego; pero aquí estaba el verdadero engaño: esos mártires eran personas supuestamente de izquierdas, que perdieron la vida en la guerra civil y la inmediata posguerra, víctimas de la represión del bando sublevado o franquista. No había mención alguna a otros mártires que, desgraciadamente, también hubo en el mar por aquellas fechas: los oficiales de la marina republicana que, sin juicio alguno -ni justo ni injusto- y de forma rastrera y miserable, fueron asesinados en alta mar, en sus propios buques y por sus propias dotaciones, al mando de los Comités, erigidos entonces en juez inflexible de sus vidas.

Un buque fletado y pagado con dinero de todos los gallegos no debería dedicarse a navegar, de forma sesgada y parcial, por aguas ciertamente turbulentas, catorce lustros después de la guerra civil. Y mucho menos bajo los pliegues de una bandera a todas luces inconstitucional.

El “Hidria II”, que así se llama el “barco del rencor”, fletado y al servicio del bipartito nacional-socialista gallego, seguirá visitando puertos y llevando la semilla del rencor y del odio allá por donde pase.

Para algunos miserables es preferible que las heridas nunca cicatricen. El perdón y la reconciliación alcanzados -ahora parece que en falso- hace más de treinta años, han de ser sustituidos por iniciativas como ésta.

Es la memoria de los injustos. Es la memoria del rencor.

Es el barco del rencor.

Lucas Molina Franco

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