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Presente y pasado

Pérdida del Imperio americano

A ver qué les parece:

Otra consecuencia de la invasión francesa fue la pérdida por España de su imperio de América, debida al hundimiento de la potencia española y a la imposibilidad de mantener el anterior absolutismo después de Napoleón. Probablemente la independencia de las colonias habría ocurrido de cualquier modo más tarde, pero lo habría hecho de modo diferente y con efectos distintos.

Desde el descubrimiento por Colón, algo más de tres siglos antes, se habían sucedido muchas generaciones de gentes y la faz humana de América había cambiado de forma radical. Ya vimos que, dada la naturaleza y la pobre tecnología prehispánica, la población de entonces apenas llegaría a siete u ocho millones, y después siguió una curva parecida a la de la metrópoli, de crecimiento lento, con algún retroceso como el de España en siglo XVII, mientras que el XVIII registró un aumento más sostenido. Al alborear el XIX los habitantes debían de sumar entre once y trece millones, algo más que en la metrópoli. La medicina y la sanidad habían mejorado sensiblemente. En 1756 el médico inglés Jenner descubrió la vacuna contra la viruela, causante antaño de terrible mortandad, y en 1779 comenzó la vacunación en España y América. Carlos IV, que había perdido un hijo por esa enfermedad, y Godoy, ordenaron en 1804 una campaña masiva de vacunación por todo el imperio, la más completa del mundo en el siglo XIX. La dirigieron los médicos Francisco Javier Balmis y José Salvany, alicantino y barcelonés, y la incidencia de la plaga disminuyó rápidamente. Persistió en cambio la fiebre amarilla, transmitida también a España: su origen no fue descubierto hasta 1881, cuando el médico español (de Cuba) Carlos Finlay demostró su transmisión por los mosquitos y preparó el suero adecuado, aunque su aplicación sería lenta.

Rasgo muy destacable de aquel enorme imperio fue su estabilidad y paz interna a lo largo de tres siglos, con raras y menores pugnas civiles, por más que en el XVIII creciera el descontento por el tipo mercantilista de explotación colonial, y se produjeran algunas revueltas de cierta amplitud, como las mencionadas capítulos atrás y otras llamadas de comuneros. Las sociedades eran cultas al modo europeo, como ha señalado la historiadora Lourdes Díaz-Trechuelo. Tenían universidad 26 ciudades, con programas tanto escolásticos como más modernos e ilustrados. Las Sociedades Económicas de Amigos del País expandían "las luces", y existían escuelas técnicas como los colegios de minería de Lima y Méjico y academias náuticas en Buenos Aires y El Callao. La circulación de obras de Diderot, Voltaire, Rousseau –sobre todo Rousseau–, Montesquieu, el abate Raynal, etc., fomentaban entre la oligarquía criolla actitudes ilustradas, así como antiespañolas en cuanto resucitaban la Leyenda negra.

Los americanos, en general, eran fieles a la corona, exceptuando pequeños núcleos. Los criollos ostentaban la mayor parte de los cargos políticos, pero algunos aspiraban a monopolizarlos, y entre ellos iban arraigando ideas americanistas y antiespañolas, paradójicas por ser los criollos de origen hispano y porque se sentían demasiado por encima de los indios y los negros. De ahí que tuvieran temor de que los intentos separatistas abocasen a una lucha racial y que hubieran rehusado unirse a la rebelión de Tupac Amaru. En el siglo XVIII se habían acentuado los prejuicios sobre las "castas", es decir, las distintas mezclas de europeos e indios o negros, que sufrían una posición de inferioridad en un sistema más de prestigio social que de derechos, pero que afirmaba siempre a la primacía criolla. Tampoco los indios, mestizos, mulatos, etc., compartían el americanismo criollo, pues no esperaban de él nada bueno.

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El primer promotor activo de la independencia de América fue el venezolano Francisco Miranda, llamado más tarde El Precursor, un personaje extraordinario, muy culto y con amplios intereses intelectuales, aventurero, mujeriego, hombre de mundo que apenas cesó de viajar e ilustrarse en toda su vida, militar primero en el ejército español y después en el revolucionario francés, buen conversador que trató a personajes de primer rango, desde George Washington a Catalina la Grande de Rusia, Napoleón o Wellesley, a revolucionarios franceses, reyes y políticos ingleses, prusianos y escandinavos. Cuando, bajo el mando de Gálvez, luchaba contra los británicos en la futura Usa, debió de apoderarse de él la idea de separar políticamente América de España, tarea a la que consagró el resto de su vida: su incesante actividad y viajes tuvieron entre sus objetivos el de conseguir apoyos y experiencia para tal fin. Soñaba con unir la América española y portuguesa en un imperio hereditario bautizado Gran Colombia en honor de Cristóbal Colón, gobernado por un "inca" (llamado así para atraer a los indios), pero de instituciones más bien liberales, aunque también pensó en fórmulas republicanas. Para difundir la idea creó en Londres, en 1798, la Logia de los Caballeros Racionales o Gran Reunión Americana, sociedad secreta a imitación de la masonería, en la que entrarían muchos de los líderes independentistas.

Consciente del interés británico por Hispanoamérica, Miranda intrigó reiteradamente en Londres, cuyo gobierno le pagó una pensión considerándolo agente de su política; y buscó asimismo apoyo en Usa, donde había tendencias a apoyar la independencia del continente. En 1806 creyó madura la ocasión, reclutó en los barrios bajos de Nueva York un grupo de mercenarios y con ellos, en tres barcos y con ayuda de algunos británicos, intentó sublevar a los venezolanos. Pero estos le hicieron el vacío, y hubo de volver a Londres. Dos años después volvió a intentarlo, aprovechando que Inglaterra y España seguían en guerra y el gobierno inglés iba a enviar a Wellesley a atacar Hispanoamérica. Pero a los pocos meses el levantamiento español contra Napoleón, hizo que Londres buscara la alianza con España, frustrando de nuevo a Miranda.

En América, los acontecimientos siguieron un proceso similar al de la metrópoli: los intentos franceses de atraerse a los naturales fueron rechazados y los gobernadores y funcionarios proclives a obedecer a José I depuestos por juntas defensoras de la legitimidad de Fernando VII. Como en España, las juntas tenían un involuntario carácter revolucionario al actuar en la práctica como soberanas. Miranda, como haría otro futuro líder independentista, Simón Bolívar, vio una excelente ocasión para incluirse en las juntas y desviarlas hacia la secesión. Diversos enviados le hacían creer que los venezolanos apoyaban sus ideas y solo esperaban su liderazgo.

En 1810, la junta de Caracas se denominó "Suprema" y mantuvo oficialmente la lealtad a la corona, pero de forma que abría el camino a la secesión. Bolívar, uno de sus miembros, procuró en vano hacerla independentista. A él le agradaba más la revolución useña que la francesa, y según sus palabras había "adorado" a Napoleón hasta que se proclamó emperador y por tanto "un tirano hipócrita, oprobio de la libertad". No obstante, sus designios grandiosos no dejan de tener cierta impronta napoleónica. En 1805, estando en Roma, había hecho el célebre "juramento del Aventino": "Juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor y por la Patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma hasta que no haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español". Las frases fueron recogidas muchos años después y probablemente fueron otras, pero el sentido debió de ser ese.

Ese año 1810 puede considerarse el del comienzo de las guerras de independencia: aparte de la intentona de Bolívar, el cura Manuel Hidalgo comenzó en Méjico la lucha armada, en Buenos Aires el cabildo depuso al virrey y tomó el poder; en Chile se produjeron movimientos semejantes, sublevaciones en Bogotá y Cartagena de Indias. Movimientos todavía confusos, pues bajo la defensa de la soberanía de Fernando VII se abría paso la tendencia a la ruptura con la metrópoli. Los independentistas supieron elegir el momento, cuando triunfaban las tropas francesas después de los primeros éxitos españoles, el desorden reinaba en toda la península y solo quedaba Cádiz como bastión libre de presencia napoleónica. Así, España no tenía posibilidad de enviar tropas a América, máxime al carecer de una escuadra potente, por lo que la oposición a la independencia solo podía venir de los propios americanos, como efectivamente ocurrió. Incluso cuando España pudo intervenir, más tarde, la mayoría de sus tropas serían asimismo americanas, dando a la lucha un acusado aire de guerras civiles.

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Las guerras de América duraron 14 años, con tres etapas generales: hasta 1815, en que España apenas pudo enviar refuerzos; desde esa fecha, en que el fin de la contienda peninsular permitió trasladar contingentes de importancia a América; y desde 1819, cuando los independentistas gana posiciones hasta su victoria final, en 1824.

En la primera etapa, los secesionistas chocaron con las tropas virreinales y las poblaciones, mayoritariamente pro españolas. En Méjico, todavía Nueva España, el levantamiento del cura Hidalgo, en 1810, fue sofocado al año siguiente, e Hidalgo ejecutado como traidor. Tomó el relevo otro clérigo, Morelos, que resistió hasta 1815, cuando a su vez fue fusilado. Buenos Aires, en el Río de la Plata quedó de hecho independizado: en 1806 y 1807 sus milicias habían vencido sin ayuda de España dos intentos ingleses de apoderarse de la zona, y la población sentía confianza en sí misma. Por Chile surgió otra rebelión, en la que empezó a distinguirse otro líder de la independencia, Bernardo O'Higgins; pero allí el virrey pudo contraatacar.

Más complicación tuvieron los sucesos de Venezuela, donde en 1811 se proclamó la república independiente, y Miranda marchó de Londres a Caracas, adonde llegó con Bolívar. Pronto hubo alzamientos a favor de España, incluido uno de esclavos negros. El militar Domingo Monteverde llegó con 230 soldados e hizo retroceder a los rebeldes republicanos, cuyos líderes se llevaban mal entre sí. Puerto Cabello, defendido por Bolívar, cayó el 20 de julio de 1812, año de la Constitución de Cádiz, y Miranda se trasladó a La Guaira, capituló y esperó un barco inglés para volver a Londres. Bolívar, culpable de la pérdida de Puerto Cabello, también intentó escapar. En La Guaira acusó a Miranda de traidor, pero sus intenciones quedaron claras cuando lo apresó mientras dormía ("¡Bochinche, bochinche! ¡Esta gente no es capaz sino de bochinche!", clamó el desdichado preso), y lo entregó a Monteverde a cambio de un pasaporte para sí. Miranda fue trasladado a una prisión en Cádiz, donde fallecería cuatro años después, y Bolívar salió para Curazao con las bendiciones y gratitud algo ingenua de Monteverde.

Una vez libre, Bolívar volvió a la carga en diciembre por Cartagena de Indias, sublevada a su turno, presentándose como "escapado prodigiosamente" de Venezuela. Convenció a los cartageneros y logró entonces más éxitos. Para combatir el débil fervor independentista popular y abrir un foso entre los españoles y los criollos y demás americanos, decretó el 15 de junio de 1813 una guerra de exterminio: todos los españoles, aun si permanecían neutrales, serían pasados por las armas, salvo que se unieran a la rebelión. Los americanos serían perdonados incluso si se oponían a Bolívar. Para ahorrar munición, las víctimas serían a menudo acuchilladas. De ahí derivaron matanzas feroces que dieron al conflicto un carácter espeluznante.

En octubre, Bolívar entraba en Caracas y proclamaba una segunda república, que, como la anterior, sería muy breve. La contienda tomó un tinte racial al rebelarse contra ella los "pardos", gente a medias blanca, acaudillados por el asturiano José Boves. Se trataba de los llaneros, pastores de los inmensos rebaños de la vasta sabana herbácea venezolana. Boves fue el primero en redimir a los esclavos e igualar a las castas, y devolvió a los republicanos su estilo de guerra a muerte. Pronto desalojó a Bolívar de Caracas, le persiguió y le obligo a huir a Jamaica en septiembre de 1814. El pelirrojo caudillo de los "pardos" murió en una última batalla, en diciembre, si bien los suyos vencieron a los bolivarianos, dando el golpe de gracia a la segunda república. Solo quedaban reductos rebeldes en la isla Margarita y en Cartagena.

Ese año, que marcó también el fin de la Guerra de independencia española, la rebelión de Morelos en Méjico marchaba a su fin y la de Chile era derrotada por tropas del virrey José de Abascal. Por contra, la de Buenos Aires se asentaba: dos años antes había llegado allí José de San Martín, experto militar formado en España, quien se dedicó a preparar un ejército rebelde en regla. Aparte del Río de la Plata solo quedaban dos o tres débiles núcleos insurgentes por el norte de Suramérica.

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Apenas ocupado el trono, Fernando VII anunció, al modo de Jorge III en relación con las Trece colonias, que jamás consentiría la secesión americana. Había esperanzas, puesto que las rebeliones habían sido casi eliminadas con muy poca intervención de la metrópoli. Pero si Jorge había fracasado reinando sobre la primera potencia naval del mundo y gozando de una economía próspera, difícilmente triunfaría Fernando, a la cabeza de un país postrado y con solo restos de su marina, antaño poderosa; aparte de que sus pretensiones absolutistas solo podían agravar las divisiones en el Nuevo Mundo, como en la propia España: la experiencia de autogobierno de las juntas y las prédicas liberales no iban a ser fáciles de erradicar. No cabía ni pensar en enviar expediciones simultáneas a Venezuela y al Río de la Plata, de modo que en febrero de 1815 zarpaba de Cádiz una flota con 10.500 hombres al mando del general Pablo Morillo, para completar la pacificación de Venezuela y la posterior Colombia, entonces Nueva Granada. Comenzaba una nueva fase bélica.

Morillo tomó la isla Margarita y Cartagena, y sometió a juicio a los responsables de la guerra a muerte bolivariana. En ella habían participado numerosos criollos de clase alta, a muchos de los cuales hizo fusilar. Sin embargo la pacificación no se completó. En marzo de 1817, Bolívar volvió a desembarcar en Venezuela; tras algún éxito inicial, en diciembre la mayor parte de sus tropas reembarcaron. Surgieron rivales de Bolívar en el caudillaje, y la lucha continuó entre celos y rivalidades, sin conseguir gran cosa, pero Morillo, escaso de recursos e incapaz de obrar como los rebeldes, que sin ninguna inhibición imponían tributos y reclutas manu militari, tampoco dominaba la situación. En 1818, Bolívar –a quien llamaban "el Napoleón de las retiradas"– se vio reducido a la ciudad de Angostura, en el Orinoco. Allí, con optimismo, organizó a principios del año siguiente un congreso para proclamar la independencia de la Gran Colombia.

Y entonces recibió una alentadora noticia y refuerzos cruciales. Estos consistían en unos miles de soldados y oficiales ingleses; la noticia fue la consolidación de la independencia del Cono sur, gracias al ejército de San Martín, que había realizado la proeza de cruzar los Andes en 1817 y derrotar a los proespañoles en Chacabuco. Ante las divisiones entre los libertadores sureños O´Higgins había impuesto una especie de despotismo militar, y una segunda victoria en Maipú, en abril del año siguiente, había asegurado el cono sur como base desde la que avanzar hacia el norte y cooperar con Bolívar. Este, que se había distinguido más por su perseverancia y crueldad que por su talento bélico, concibió al saberlo un magnífico plan, que salvó para el futuro su nombre como estratega: relegó la conquista de Venezuela e intentó la de Nueva Granada, donde había menos tropas contrarias y un movimiento insurgente capitaneado por Francisco de Paula Santander. El plan imponía un penoso cruce de los Andes, empresa que sus enemigos no creían realizable en aquellas circunstancias, por lo que no tomaron prevenciones. Pero Bolívar realizó la hazaña, unió sus fuerzas con las de Nueva Granada, y el 7 de agosto de 1819 derrotaba a los proespañoles en Boyacá. No fue una gran batalla: 3.500 independentistas y 3.000 contrarios, con un total de bajas, entre ambos, de 300 entre muertos y heridos. No obstante, fue decisiva, porque abrió el camino a Bogotá. Bolívar atribuyó a sus ingleses el mérito principal de la victoria.

Estos acontecimientos iniciaron la fase final de la guerra, con los éxitos rebeldes asegurados por otra rebelión en España: la del coronel Rafael de Riego, en enero de 1820, que impidió el envío de 20.000 soldados a América, en un momento crucial. Riego y otros, en lugar de cumplir las órdenes de embarco, se sublevaron exigiendo el retorno de la Constitución de Cádiz y recorrieron Andalucía para ganar a la población a su causa. No tuvieron éxito, cuando, al borde del fracaso, una nueva sublevación militar constitucionalista en Galicia se extendió por el país, y Fernando VII no tuvo más remedio que abandonar, por el momento, sus pretensiones absolutistas, el 10 de marzo.

El golpe de Riego aportó un auxilio inestimable a los independentistas. Morillo recibió instrucciones de pactar un armisticio con Bolívar, como así lo hizo, y fue sustituido por el general La Torre, de inferior talento. La Torre sufrió en abril de 1821 la derrota de Carabobo, la cual puso a Venezuela en manos de Bolívar. Al mismo tiempo los ejércitos del cono sur, embarcados en la recién creada flota chilena, mandada por lord Cochrane, audaz e inventivo marino escocés, marcharon sobre el Perú, provocando levantamientos. El 26 de julio de 1822, San Martín y Bolívar se encontraron en Guayaquil. Al parecer, sostuvieron una charla trivial, pero el mero hecho simbolizaba la victoria casi definitiva. Bolívar definió a sí mismo y a San Martín como los hombres más grandes de Suramérica.

También en Méjico tuvo la revuelta de Riego su efecto, tan fulminante como irónico: los secesionistas estaban al bode del colapso, pero su eficaz y pro absolutista enemigo, el militar Agustín de Itúrbide negoció con ellos para proclamar la independencia, al enterarse de la vuelta de la Constitución de Cádiz. Nació así el Ejército Trigarante, porque garantizaba la religión, la independencia y la unidad. Quisieron buscar un rey para el país, pero al fin Itúrbide se proclamó emperador de México, en 1822.

La contienda prosiguió en el Perú. El virrey Joaquín de la Pezuela sufrió un revés tras otro, hasta que una conspiración lo sustituyó por el general José de la Serna, el cual abandonó Lima y se instaló en Cuzco a mediados de 1821, y allí resistió aún tres años, esperando en vano refuerzos. Los dos bandos sufrieron procesos de descomposición, con paso de considerables tropas a las enemigas. A principios de 1824 gran parte del ejército prohispano se sublevó, como en Méjico, oponiéndose a la Constitución de Cádiz. La crisis derivó a finales de año a la última batalla importante de aquellas guerras, la de Ayacucho. Vencieron los independentistas de Antonio José de Sucre, el lugarteniente más fiel de Bolívar, habiendo sospechas de un desenlace preparado por connivencias masónicas. En los dos bandos lucharon bastantes extranjeros de diversos países de Europa, sobre todo ingleses. La capitulación de Ayacucho puso fin de hecho a la presencia española en América, exceptuando Cuba y Puerto Rico.

Aprovechando las guerras napoleónicas y luego las de Hispanoamérica, Usa invadió primero la Florida occidental, y después la oriental (la península propiamente dicha), esta so pretexto de combatir a los indios seminolas, que acogían a esclavos negros huidos del sur useño. En 1819 el gobierno de Washington ofreció a Fernando VII, y este aceptó, cinco millones de dólares por el territorio, ya ocupado. A continuación los indios seminolas fueron exterminados. La Doctrina de Monroe, establecida en 1823, significaba la decisión useña de erigirse en poder hegemónico en toda América.

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