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Tomás Cuesta

El debate, el "bullshit", la caca de la vaca

"Las ofensas son como las procesiones: siempre acaban volviendo al templo del que salen". Y el resto es bazofia, "bullshit", caquita de la vaca.

"Las ofensas son como las procesiones: siempre acaban volviendo al templo del que salen". Y el resto es bazofia, "bullshit", caquita de la vaca.
Debate del pasado lunes | EFE

Los norteamericanos -que, por lo general, no le dan chance a la retórica y son poco proclives a las grandes palabras- utilizan el término "bullshit" para poner en evidencia y al cabo de la calle esa turbia amalgama de charlatanería y vaniloquios, farfolla y faramalla, que ha pervertido los valores y suplantado a las ideas en un mundo regido por la irrealidad televisada. El "bullshit" (en traducción castiza, la caca de la vaca) sería, según el luminoso opúsculo que el profesor Harry G. Frankfurt publicó hace unos años, un ejercicio sistemático de manipulación de la verdad con el que todos tragan y muchos se relamen.

Atrincherado tras los dogmas de un relativismo a ultranza que difumina las fronteras entre lo auténtico y lo falso, el respetable público -más público que respetable- consiente, y hasta aplaude, el que le tomen por imbécil con una pasividad gazmoña y un regodeo pánfilo. Babea ante un despliegue de aspavientos de traca, de lugares comunes, de verborrea inane que constituiría un crimen de lesa inteligencia si es que la inteligencia, ¡ay!, se valorase en algo. Se presta a comulgar con ruedas de molino cuándo mejor le pete a los popes mediáticos y -resumiendo que es gerundio y por no hacer el cuento largo- da pábulo al conjunto del "bullshit" y cuartelillo a las muchas variables que el penetrante mister Frankfurt (un entomólogo moral) sustanciaba en su ensayo. Verbigracia: las paparruchas a granel («humbug»), los disparates a mansalva («balderdash»), el cotorreo ignaro («claptrap»), las patrañas groseras ("buncombe") y la gilipollez inenarrable («quackery»).

Con semejantes ingredientes, aliñados con papo, se despacha, hoy por hoy, la olla podrida del debate político en la espaciosa y triste España sin que, por el momento, nadie haya devuelto el plato e, ítem más, sin que nadie, ni tan siquiera aquellos que amenazaban con cargárselo, renuncie a rebañarlo. El pregonado cara a cara de Sánchez y Rajoy (con Rivera e Iglesias aojando a los duelistas y ojeando el paisaje) iba a ser, en principio, la apoteosis del "bullshit", el último despliegue de charlamentarismo plasta a beneficio de esos huérfanos que aún no han encontrado ni un padre ni una madre ni un perro que les ladre. Y de hecho lo fue, en porciones, a ratos. Y lo dejó de ser, caprichos del retruécano, al invocarse a Rato.

Desde ese preciso instante, el candidato Sánchez pasó, visto y no visto, del latiguillo al latigazo y la "divina grosería se enseñoreó del escenario". Hete aquí a Schopenhauer, un virtuoso del insulto, un perito en escarnios, echando su cuarto a espadas en el fragor de las navajas. Bien es cierto que Sánchez, tan jaque, tan chulángano, es un párvulo indigno del maestro de Danzig, un náufrago que ignora, en su oceánica ignorancia, que la "divina grosería" otorga victorias fáciles pero, al cabo, es un lastre. "Las ofensas -apostillaba a los efectos el gigantesco cascarrabias- son como las procesiones: siempre acaban volviendo al templo del que salen". Y el resto, pese al júbilo que invade a los cofrades, es bazofia, "bullshit", caquita de la vaca.

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