José Luis Rodríguez Zapatero ha vuelto a demostrar que es un prodigio a la hora de hipertrofiar la habitual propensión política de afirmar a la vez una cosa y la contraria. En el reciente sarao buenista de la ONU, el Gobierno español rechazó una iniciativa de la Alianza contra el Hambre, de la que el presidente es firmante y fundador, junto con personajes de la talla de Lula y Chirac. Se trata de (¿no lo adivina usted?) subir los impuestos, en esta ocasión sobre los billetes de avión. Ningún país salió de la pobreza recibiendo subsidios, pero eso no amilana al pensamiento único, que sigue propugnándolo, erre que erre. Zapatero es partidario de medidas antiliberales de este tipo, y de aumentar el gasto público, pero se opuso a la tasa aérea, que sin embargo es el principal proyecto de la pomposa Alianza contra el Hambre, una Alianza que Zapatero no deja de elogiar. Es una paradoja, admitió El País. Y tanto. No fue paradójico sino absurdo, en cambio, el titular con que el matutino resumió la situación: “La solidaridad española tropieza con las tarifas aéreas”.
El artículo explicaba melosamente que el “entusiasmo” de Rodríguez Zapatero “por la solidaridad internacional en la lucha contra el hambre” se había topado con “los intereses turísticos españoles”. La moraleja era evidente: los buenos chocaban con los malos, los políticos solidarios eran dominados por la codicia de los asquerosos intereses empresariales, la economía manda sobre la política, etc.
Todo esto es un disparate. En primer lugar, los políticos no son solidarios, porque sólo lo son las personas que libremente optan por la solidaridad con sus recursos, mientras que los políticos gastan dinero ajeno, del que pueden apropiarse porque administran la coacción legal. Eso no es solidaridad.