Menú
EDITORIAL

Declaración de Berlín: otra vez será

El mejor homenaje que hoy cabe tributar a los pioneros del Tratado de Roma es volver a marcar el rumbo de una Europa atlántica y ligada –no recelosa– a los Estados Unidos

La Unión Europea celebra el cincuenta aniversario del Tratado fundacional o Tratado de Roma con una Declaración institucional tan henchida de palabras solemnes como escuálida de significado. La Presidencia alemana ha puesto la mejor voluntad y –todo hay que decirlo– lo poco que de ambición y criterio palpita hoy en una Unión que, a fuerza de querer ser tanto, ni ella misma sabe lo que es y tampoco –lo que es más grave– lo que quiere ser.
 
De momento, sabemos que el ideal de una Eurocracia intervencionista y onerosa, plasmado en la fallida Constitución, es rechazado por los ciudadanos, bien por medio de una abstención masiva, como en España, bien por un repudio rotundo y humillante para los promotores del engendro, como en Francia y Holanda.  Hizo bien la Presidencia alemana en proponer una Declaración de Berlín sin una sola referencia a un mamotreto farragoso que ya es un cadáver jurídico y político antes de nacer.
 
Lo primero que tiene que hacer la Unión, si quiere ser un actor político global y un área de prosperidad y seguridad duradera, y no una loncha de legajos emparedada por viejos y nuevos gigantes –Estados Unidos, China y Rusia– es arrojar a la papelera de la Historia el proyecto constitucional perpetrado por Giscard Destaing.  Intentar reanimarlo, como ya sólo postulan un presidente español cada día más irrelevante en la escena internacional –como si España no llevase suficiente penitencia con su política doméstica– y un Chirac con más pasado que futuro, sólo puede acelerar la esclerosis de una Unión de 27 países –más los que hacen cola para entrar– capaz de volver estorbo y pesadilla burocrática el ideal de un espacio de seguridad jurídica, derechos individuales, democracia y libertad económica soñado por Robert Schumann y los pioneros del Tratado de 1957.
 
Aquella visión no sólo se asoma al futuro con ambición, sino que se apoya en un claro relato del pasado judeo-cristiano, helenístico y romano de Europa. Esa claridad se echa en falta, no sólo en el facasado proyecto de tratado constitucional, sino en la irresponsable directriz de una integración indiscriminada que, junto a países que aman la libertad –porque saben lo que es vivir sin ella– y aportan sociedades emprendedoras e identificadas con el acervo europeo de valores, también está abriendo puertas a otros que, como Turquía, pueden servir –si no se observan las debidas garantías de seguridad y asimilación de nuestra forma de vida– de espita para un islamismo antagonista de nuestra civilización, que persigue –no nos engañemos– someterla, no integrarse en ella.
 
El mejor homenaje que hoy cabe tributar a los pioneros del Tratado de Roma es volver a marcar el rumbo de una Europa atlántica, ligada –y no recelosa– a los Estados Unidos por un proyecto de seguridad común, un área de libre comercio y una desprejuiciada vocación de hegemonía cultural para extender los valores de la democracia, la dignidad de hombres y mujeres y la libertad individual, en la certeza de que constituyen un patrimonio superior en lo moral y eficaz para propiciar la felicidad humana en cualquier parte del mundo. Si hay una ciudad que simboliza el sufrimiento, el horror y la sangre que ha costado perder y recuperar esa llama sagrada, es Berlín. Otra vez será.

Temas

En Internacional

    0
    comentarios