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DISCURSO ÍNTEGRO DE JOSÉ MARÍA AZNAR

Por su interés informativo reproducimos el discurso íntegro de José María Aznar, en el acto académico de la Universidad Andrés Bello de Santiago de Chile, en el que fue investido doctor honoris causa.

Es para mÍ un grandísimo honor recibir de la prestigiosa, joven y dinámica Universidad Andrés Bello este Doctorado honoris causa, que agradezco vivamente y que me causa profundas alegría. Y si ser objeto de la generosidad y del reconocimiento de una institución académica del prestigio de esta universidad es siempre motivo de satisfacción y orgullo, lo es más cuando, como es el caso, me une una sólida identificación con los valores y principios que dan vida y sentido a esta Casa.
 
Y quisiera explicar esta afirmación. La Universidad Andrés Bello es una magnífica obra, que nace de la libre iniciativa, que demuestra lo que puede alcanzar la fuerza emprendedora de las personas y que busca en su actividad cotidiana la verdad, la excelencia y la transmisión de valores a las nuevas generaciones. Y si el momento de recibir un honor como el que hoy se me hace es propicio para reflexionar  sobre el camino recorrido y para meditar sobre la tarea que queda pendiente, creo que puedo decir sin estridencias que mi vida pública ha estado guiada por unos principios y unas ideas similares a las que fundamentan esta institución.
 
Como es bien conocido, desde muy joven me interesé por la vida pública y por la acción política. Hace más de veinticinco años decidí dar un paso adelante y participar activamente en la vida política de mi país. En ese largo período tuve la suerte de servir a mi nación en distintos puestos y responsabilidades, y el inmenso privilegio de presidir el Gobierno de España durante ocho años.  Anuncié que cumplido ese plazo me alejaría de la primera línea de la acción política, y así lo hice cuando llegó el momento. Desde entonces me dedico a promover los mismos valores y principios que basaron mi actuación pública, pero ahora desde el campo de las ideas, convencido como estoy de que uno de los grandes retos al que se enfrenta el mundo civilizado hoy en día es precisamente el de ganar la batalla de las ideas. Y por eso este honor grande y generoso que me concede la Universidad Andrés Bello  me lleva a reflexionar sobre los valores y principios que nos unen.
 
La idea central que ha movido mi actuación política y que sigue siendo el eje de mi actividad  es la idea de la libertad. La libertad es el valor central de la vida. La libertad y la responsabilidad de la persona son los conceptos que sustentan la propia dignidad de la persona y la convierten en titular de derechos y libertades inalienables. El poder político constituido sólo puede considerarse legítimo si reconoce, respeta y ampara esos derechos y libertades. Y las sociedades son mejores, más libres y prósperas, cuando se basan en esos valores de libertad y de respeto a los derechos de la persona.
 
A nadie se le escapa que hoy, el término libertad individual continúa teniendo muy mala prensa y es frecuentemente asociado al egoísmo y al caos social. Me temo que son los viejos residuos del pensamiento colectivista, herederos de una concepción empobrecedora de la persona, que otorgaba diferentes derechos en función de la pertenencia a una clase social particular, a una determinada etnia o a un grupo cultural o religioso. Esta concepción de que los derechos de las personas deben ceder su preeminencia a supuestos derechos colectivos o de grupo no es una cuestión baladí. La historia nos enseña que ese error fatal está en la base de las utopías despóticas que asolaron al mundo en el siglo pasado. Y creo que forma parte también del núcleo de los inmensos retos y desafíos a los que se enfrentan las sociedades libres y abiertas en el mundo de hoy.
 
La pesadilla del totalitarismo, que Europa sufrió con increíble crueldad en el siglo XX, tuvo varias versiones. Una pretendía implantar el paraíso socialista, creando un hombre nuevo y una sociedad perfecta. El resultado fue la opresión de naciones enteras durante décadas, la exportación de esa pesadilla al resto del mundo y un horrible balance de más de cien millones de muertos. Por increíble que parezca, el comunismo sigue vivo en algunos países a los que nos unen lazos humanos de afecto y una historia común, como Cuba. Y más increíble es que haya quien, inspirándose en ese modelo, se empeñe en un gran proyecto político continental populista, radical y excluyente para el siglo XXI. Sólo conozco el del siglo XX y su balance se resume en opresión, falta de libertad, atraso y muerte.
 
Otra versión del totalitarismo que sufrió Europa y todo el mundo fue la del nacionalsocilismo y la del fascismo. Sus ensoñaciones étnicas, que otorgaban y quitaban derechos en función de la pertenencia a uno u otro grupo social, llevaron al horror de los campos de exterminio. Para derrotarlo fue preciso luchar y ganar una guerra de dimensiones nunca vistas. Y conviene recordar que no siempre estuvo asegurada la victoria de la libertad y de las sociedades abiertas. Porque se intentó apaciguar a quienes querían destruir las democracias. La enseñanza de esos años terribles es que no se puede contemporizar con los enemigos de la libertad. Siempre me impresionó ese testimonio de un judío superviviente de un campo de concentración nazi. Cuando le preguntaron  cuál era la lección que se podía extraer del horror del Holocausto contestó: “Si alguien dice que quiere destruirte, más vale que le hagas caso”.  Una lección que algunos prefieren ignorar hoy.
 
Y Europa ha sufrido, incluso cuando el Muro de Berlín fue derribado, un tercer intento de destrucción de las sociedades libres basadas en el respeto a los derechos de la persona. En los años noventa del siglo pasado vimos cómo resurgía una ideología tan cruel y destructora como el comunismo y el nacionalsocilismo. El nacionalismo excluyente intentó imponer su utopía étnica en los Balcanes. Se inició un genocidio que fue preciso detener utilizando todos los medios a nuestro alcance. La solidaridad atlántica, que durante años fue la base de la salvaguarda de la libertad y de la democracia en Europa, hizo posible detener ese horror. Hoy en día, los países que hace poco más de una década sufrían esa pesadilla están consolidando sociedades libres, democráticas y abiertas y avanzan, pesa a todas las dificultades, por el camino de la libertad y el progreso. Los que pensaban que la libertad y los derechos humanos son sólo para unos pocos privilegiados volvieron a equivocarse.
 
Hoy en día debemos preguntarnos también si la civilización, tal y como la entendemos, basada en el respeto a la dignidad de la persona, a sus derechos y libertades fundamentales, está asegurada o tiene enemigos. Si la democracia y la libertad son bienes a los que todas las personas están llamados a disfrutar o son sólo para unos pocos. Si, en definitiva, tenemos enemigos que quieren acaban con nosotros y con nuestras sociedades. Me temo que la respuesta es que sí. Que hoy tenemos enemigos, con ideologías perversas pero poderosas, y que es preciso combatirlos y derrotarlos si queremos que la civilización perviva. El primero de ellos, sin duda alguna, es el islamofascismo empeñado en imponer a todo el mundo una visión totalitaria y excluyente del Islam. Vimos su fuerza destructora y su determinación el 11 de septiembre de 2001. Esos ataques terroristas no fueron sólo contra los Estados Unidos. Fueron contra todo Occidente. Occidente no es un concepto geográfico, sino que está basado en valores.
 
Occidente son aquellas sociedades y naciones que quieren basarse en la libertad, en los derechos de las personas, en la igualdad de hombres y mujeres. Y esos valores son universales y tienen vigencia tanto en Francia como en la Argentina, en Bombay como en Estambul. Eso es lo que odian los terroristas islámicos y lo que quieren destruir. Pero también hay otra ideología cuyo designio es acabar con las sociedades libres y abiertas. Aunque parezca mentira sigue perviviendo la utopía del socialismo real. Fracasó en la Unión Soviética y en toda la Europa que padeció tras el Muro de Berlín, pero sigue oprimiendo al pueblo cubano.
 
Hay un proyecto continental de implantar en Iberoamérica ese modelo. Un proyecto que no duda en inmiscuirse en los procesos democráticos ajenos, en financiar inestabilidad y en sembrar el odio y la división. Un proyecto que tiene unos lazos preocupantes con regímenes y organizaciones que amparan o utilizan el terrorismo para avanzar su propio proyecto de totalitarismo islámico y que desafían a la comunidad internacional aspirando a ser potencias nucleares. Hay un aliado ideológico de los promotores de ese proyecto. El indigenismo radical es una ideología confusa, pero no por ello podemos dejar de reconocer los elementos peligrosos que conlleva. A mi me recuerda inquietantemente al nacionalismo excluyente y radical de Europa, ese que inició los últimos conflictos del viejo continente.
 
Pretender construir naciones míticas, basadas supuestamente en la etnia o en determinados rasgos culturales, es un camino que puede acabar en el abismo. Porque si los derechos no son iguales para todos, si dependen de tal o cual circunstancia, estamos socavando la igualdad de las personas y poniendo en cuestión su propia dignidad. En Iberoamérica supondría acabar con la legitimidad política de las repúblicas que se basan en la igualdad de los ciudadanos.
 
Llegado este momento es oportuno plantearse qué podemos hacer quienes defendemos la libertad, las sociedades abiertas y los derechos y libertades de las personas, de todas las personas. Creo que una herramienta formidable es sencillamente decir lo que pensamos. Hoy vemos cómo hay un intento brutal por coartar nuestra libertad de expresión, que busca condicionar la libertad de pensamiento e imponer la autocensura. Lo vimos con las caricaturas de un dibujante danés. Y ante la debilidad de nuestra respuesta, los enemigos de la libertad se crecieron y han pretendido tergiversar primero y silenciar después a Su Santidad el Papa o incluso la representación de una ópera de Mozart. Por eso hay que decir las cosas con claridad y firmeza. La libertad es el instrumento más poderoso que tenemos a nuestra disposición para cambiar el mundo, para transformar nuestra pequeña parcela de responsabilidad hacia mejor. Y eso se llama buscar la excelencia, trabajar con denuedo para que triunfen los valores que han conformado nuestra civilización. Me refiero al trabajo bien hecho; a la búsqueda de la verdad y del conocimiento; al respeto innegociable de la dignidad de las personas, sean cuales sean las circunstancias particulares del momento o del lugar.
 
Por eso creo también que la extensión y el fortalecimiento de la libertad es la tarea más noble que puede plantearse como objetivo político. Y esa extensión de la libertad, que en la Antigüedad clásica, en la Edad Media, en la Edad Moderna o en la Ilustración tuvo unos instrumentos particulares, hoy sólo tiene uno que pueda ser aceptable desde un punto de vista moral. Me refiero, por supuesto, a la democracia como sistema político que respeta los derechos de la persona, reconoce el pluralismo, se basa en la igualdad jurídica y garantiza las libertades de todas las personas que conforman una sociedad. Ese es el único sistema político que, con todas las particularidades por razón de herencia cultural o religiosa que se quiera, puede ser considerado civilizado y decente en el mundo de hoy.
 
Pertenezco a una generación de españoles que nació en unas circunstancias de falta de libertad política. Hacía años que los españoles nos habíamos dedicado con fruición a destrozarnos y matarnos en una cruel guerra civil. De joven oía muchas voces que señalaban que la democracia, el respeto de los derechos humanos, la libertad, no eran bienes que pudiéramos disfrutar los españoles. Que nosotros necesitábamos mano dura para poder convivir sin caer otra vez en el abismo. Que éramos diferentes y que la libertad y la democracia no eran para nosotros. Y tengo que confesarles que mi primera vocación política nace de una rebelión íntima contra esas consideraciones que me parecían profundamente injustas. La generación política que me precedió hizo una tarea histórica. La transición española, hoy tan injustamente tratada por algunos de sus principales beneficiarios, supuso sentar las bases de la libertad y de la prosperidad de España. Que mi país pudiera ser una nación normal, tener un proyecto común de libertad y progreso.
 
Porque los españoles quisimos ganar el futuro en esa gran operación histórica. Pero sobre todo fue un gran ejercicio de reconciliación nacional y de mirar al futuro, cerrando viejas heridas. ¿Qué sentido tiene ahora la pretensión de algunos de mirar al pasado, abrir las viejas heridas? Soy de los que creo que el futuro no está escrito. Creo profundamente en que nada ni nadie está condenado a actuar de una manera dada. Del uso que demos a nuestra libertad depende el futuro de las personas y de las naciones. Porque ni la libertad ni la prosperidad están garantizadas porque sí.
 
Y una última consideración. Alguien lo ha definido como el tiempo en el que muchos lamentan no haber hecho todas las cosas que no están haciendo en el presente. Y por eso me gusta recordar de vez en cuando que sólo en el diccionario la palabra éxito viene antes que la palabra trabajo. Desde siempre, para lograr un objetivo determinado en el futuro hay que tener claro qué se quiere lograr y trabajar con tenacidad e inteligencia para lograrlo. Por eso creo que el futuro de la libertad depende de nuestro trabajo y de nuestra determinación. Y para ello considero necesario que nuestra actuación, la de aquellos que defendemos la libertad, debe basarse en cuatro premisas fundamentales.
 
En primer lugar tenemos que ser conscientes de que la libertad no es gratis. Chile y España tenemos la fortuna de haber realizado transiciones hacia la democracia y de haber tenido éxito como países. Pero todo se puede poner en cuestión, como los hijos que malgastan la fortuna que crean sus padres. Cuestionar en España ahora la trayectoria histórica iniciada en la transición democrática me parece un serio error, más aún cuando no se tiene mandato para ello ni proyecto que la sustituya para mejor. Me gustaría hacer constar mi preocupación ante esa situación y ratificar mi fe en la nación española, que hace treinta años decidió avanzar por el camino de la libertad y la modernidad.
 
En segundo lugar creo que tenemos que ser conscientes de que la determinación y la constancia son fundamentales para derrotar a los enemigos de la libertad. Ellos son quienes quieren destruirnos, los que nos odian por el hecho de vivir en sociedades libres y abiertas. Sencillamente, nuestra determinación tiene que ser más fuerte que la suya.  El apaciguamiento no funciona. Sólo empeora las cosas y nos hace más débiles. Pretender negociar con quien quiere destruirte es el primer paso hacia el desastre. 
 
En tercer lugar, debemos rearmarnos moralmente. Las sociedades que se basan en la libertad, la democracia, los derechos humanos y el respeto a las personas con independencia de sus credos no solo son más prósperas. Es que son mejores. Occidente, y soy de los que creo que Iberoamérica es una parte sustancial de eso que llamamos Occidente, no tiene que disculparse por haber tenido éxito. Los complejos, a los que tan proclive es una cierta izquierda relativista y carente de proyectos, sólo nos harán aparecer más vulnerables. Por el contrario, nuestra fuerza más poderosa es la convicción de que la libertad y los valores de la sociedad abierta son moralmente superiores y que están llamados a triunfar en todo el mundo.
 
En cuarto lugar hay que decir que la prosperidad, el bienestar y las oportunidades de millones de personas dependen de nuestra capacidad para extender la libertad. La libertad crea riqueza. No es casualidad de que el mapa de la prosperidad en el mundo coincida con el de las naciones que han disfrutado más tiempo de la democracia y en las que la libertad está más asentada.
 
Estoy convencido que el triunfo de la libertad y de la civilización depende de la victoria en la batalla de las ideas. Esa es la tarea en la que me empeño hoy en día. Es importante saber que uno no está solo y que cuenta con amigos y aliados en todo el mundo. Por eso me siento hoy tan honrado y satisfecho de recibir esta distinción de una institución como la Universidad Andrés Bello que trabaja también para lograr que la libertad, la verdad y la excelencia estén siempre vigorosas en este país.

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