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Armando Añel

El embargo como monólogo

Según mi interlocutor, tras la caída del Muro de Berlín la disidencia interna ha logrado sobrevivir, organizarse y hasta crecer en Cuba, gracias al embargo norteamericano. De haber apostado EE UU por un comercio fluido con La Habana, aliñado por la caridad inversionista, el castrismo no hubiera tolerado la lenta pero tenaz floración de la oposición pacífica y el periodismo independiente. La afluencia masiva de turismo estadounidense, la apertura de más empresas mixtas y los intercambios culturales de alguna envergadura habrían sido contestados por el Gobierno con la creación de más cotos turísticos exclusivos —vedados al pueblo cubano—, a la manera de Cayo Largo, Varadero o, en menor medida, el Casco Histórico de la Habana Vieja. También con la utilización "preventiva" del patrimonio "enemigo": Refinanciando el aparato de control social desplegado tras 1959, y del que no sólo forman parte los soplones, la policía política o las Brigadas de Respuesta Rápida, sino las jabitas, los viajes al exterior y, en general, el sistema de palo y zanahoria que maniata a la población. Habrían sido contestados, en fin, con el linchamiento de los contestatarios.

Según mi interlocutor, al respetar el diferendo Washington-La Habana las reglas de juego de la Guerra Fría —y cuando, desaparecidos los subsidios socialistas, el embargo cobraba creciente importancia— Fidel Castro pudo permitirse la "ilegal pero tolerada" existencia de la oposición. Así, de cara al Occidente democrático, su régimen enseñaba algún que otro matiz aperturista, al tiempo que disponía de peones que sacrificar en el tablero de su enfrentamiento con el Goliat norteño, o que canjear con sus "amigos desinformados" de Europa. Al estar "al servicio de EE UU y la mafia terrorista de Miami", que seguían jugando según las reglas arriba expuestas, la disidencia de los noventa carecía de legitimidad en el imaginario del castrismo y su ancha franja de acólitos, con lo cual podía ser barrida en cualquier momento y sin contemplaciones. Para el oficialismo, no constituía una amenaza seria.

Algo que La Habana no podía permitirse —y ya estaba ocurriendo antes de la escalada represiva de principios de este año— era el relajamiento gradual del embargo. Necesitaba su levantamiento estrepitoso, puntual, incuestionable. Con él, podía manipular a placer lo hilos de la marioneta mediática, invirtiendo con ventaja el capital simbólico que tan demoledora victoria sobre el "imperialismo" le proporcionaría. Con el levantamiento incondicional, además, el continuismo estaba asegurado: asegurada la continuidad del Gran Líder gracias a la continuidad de sus pequeños discípulos, cuya representatividad el comercio económico y cultural —y eventualmente político— con el "Imperio" haría incuestionable.

Siempre según mi interlocutor, algo que ha contribuido a mantener en el poder al gobernante caribeño ha sido la lógica de la transposición, a la que tanto él como sus defensores recurren asiduamente. En esta lógica, la lógica no tiene cabida: La Ley de Ajuste Cubano, por ejemplo, no es una consecuencia del éxodo hacia EE UU, sino su causa; o los espías juzgados en Miami no son responsables de la muerte de aviadores civiles, sino héroes de la lucha antiterrorista; o quienes critican la represión en Cuba —tierra de prensa cautiva— desde países donde acceder libremente a la información es de lo más habitual, están desinformados. Al alterar el orden de los factores, removiendo a conveniencia la realidad y sus productos, La Habana se saca de la manga subterfugios como conejos. En este contexto, la tan llevada y traída eficacia del "bloqueo" como excusa para mantener bloqueado al país y su gente, parece pueril: al que no quiera caldo, tres tazas: es y será la filosofía del régimen. Para éste no hay interlocutores, hay oyentes. Pretextos siempre habrá para un castrismo sin embargo.

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