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Armando Añel

Sobre el tiro de gracia

Estaba cantado. En Venezuela, un Consejo Nacional Electoral con mayoría chavista ha conseguido obstruir el camino hacia el referéndum revocatorio, ignorando a base de tecnicismos, distorsiones y agotadores aplazamientos, la voluntad popular. Tras el anuncio de que más de un millón de firmas deben ser rectificadas, el oficialismo cuenta con reales posibilidades de invalidar el plebiscito contra Hugo Chávez, o perpetuar al Ejecutivo en la figura del aún más impresentable José Vicente Rangel, que para el caso es lo mismo.
 
Aún así, falta saber si la oposición canalizará eficazmente la frustración nacional, si la población se tragará la piedra del subterfugio de turno movilizándose por enésima vez hacia las urnas –por añadidura, parece poco probable que las firmas objetadas puedan ser revalidadas por sus dueños, dada la ausencia de una infraestructura que soporte apenas dos días de validación–, si el entramado oficialista no volverá a alterar las reglas, si la presión en las calles hará saltar por los aires al régimen o si la presencia de observadores internacionales, en fin, influirá más efectivamente en la búsqueda de una salida negociada.
 
Venezuela se apresta a pegar lo que constituye el salto más trascendental de su trayectoria, porque se trata de una carrera en la que sólo cuentan dos alternativas: o la nación sucumbe a los designios del actual Gobierno, ingresando al reducido pelotón de los sistemas totalitarios en ejercicio, o elude a tiempo la herradura al rojo vivo del castrochavismo, que la marcaría indefinidamente. No está en juego un rutinario cambio cosmético, avalado por la mecánica constitucional, sino la supervivencia del sistema que durante décadas ha garantizado –rudimentaria pero permanentemente– las libertades básicas y los derechos individuales en el país, desafiados por el totalitarismo.
 
Las urnas son la solución, y nunca mejor dicho, pero sólo para quienes creen en las urnas: Hugo Chávez levó anclas en su discurso del pasado 29 de febrero –en el que acusó a Washington de estar tras los sucesos de abril de 2002 en Caracas, lo amenazó con suspender los envíos de petróleo y calificó al presidente norteamericano de “pendejo”: todo milimétricamente copiado del recetario castrista-, mientras que efectivos de la Guardia Nacional asesinan con absoluta impunidad a los opositores en las calles, como ocurriera con José Vila, perseguido por motorizados oficialistas y fusilado por la espalda frente a su vivienda de San Antonio de los Altos, en las afueras de la capital venezolana. Un escenario tenebroso, pero que nadie que haya columbrado al ex golpista de Miraflores podía descartar.
 
Pocas veces en la historia latinoamericana la ciudadanía ha debido enfrentar mayores riesgos para expresarse abiertamente. El régimen dispara sobre los manifestantes antichavistas consciente de que sólo aterrorizando a la población podrá detener la avalancha; desde las azoteas y los blindados, tras los gases lacrimógenos o los pasamontañas terroristas –que esconden rostros ¿árabes, cubanos, colombianos, venezolanos?–, escudados en la retórica de los mil y un tecnicismos o el cuento de nunca acabar del recuento incontrolable, los francotiradores pro Chávez no cesan de abrir fuego. Todos ellos, aun por medios aparentemente contrapuestos, persiguen idéntico fin: pegarle el tiro de gracia a la democracia en Venezuela.

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