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Lucrecio

Una extraña amalgama

Amalgamar irrebatibles datos con suposiciones mucho menos evidentes, es uno de los procedimientos más habituales de la retórica política. El dato planta la evidencia ante el oyente. Y, bajo su deslumbramiento, las suposiciones e hipótesis más peregrinas son, a toda velocidad, pasadas como mercancía de ley. No hay tanta diferencia, en el fondo, entre un político y un charlatán de feria.
 
Lo alarmante no es que el actual ministro del Interior, José Antonio Alonso haya hecho, en menos de dos semanas, un uso tan abusivo de esa técnica de sacamuelas. La política es eso. Lo alarmante –o lo que a mí me alarma, por lo menos— es que, hasta hace cuatro días, este señor Alonso era juez. Sólo imaginar lo que semejantes modos de “razonar” pueden producir en el espacio penal, le hace sentir a uno algo que es muy bondadoso llamar pánico. La política sirve para algo al menos: hace aparecer, sin máscaras, cómo funciona la cabeza de gentes en cuyas manos están las cosas serias de esta vida.
 
Amalgama, pues. Fue lo que hizo ya, nada más tomar posesión del cargo, y ante la SER, a costa de las supuestas informaciones policiales (¿quién?, ¿a quién?, ¿cuándo?) sobre la inminencia del atentado islamista. Vuelve ahora, idéntico, el procedimiento, en declaraciones a El País acerca del riesgo extremo que late en las mezquitas españolas.
 
Dato incuestionable, primero: las mezquitas son la verdadera red organizativa del terrorismo islámico a escala mundial. Es un hecho, que todas las investigaciones ratifican tras el 11 de septiembre de 2001. Si Al Qaeda, o cualquiera en su galaxia de firmas, puede funcionar sin necesidad de la estructura piramidal propia a todas las organizaciones clandestinas, es, sencillamente, porque no precisa para nada de red organizativa estable: la trama de las mezquitas (masivamente financiadas por el fanatismo whabbí saudita con cargo al infinito fondo de los petrodólares) garantiza, sin ningún riesgo, esa función. La expulsión del Imam de Vénissieux en Francia, y los procedimientos en curso en Gran Bretaña, dan cumplida cuenta de esa diferencia esencial entre el islamismo y los terrorismos de tradición revolucionaria, cuyas rígidas estructuras no eran sino caricaturas del modelo de Estado al cual buscaban confrontarse en las sociedades capitalistas modernas. El islamismo no conoce el modelo centralista-democrático, porque el Islam no reconoce el Estado-Nación. Sólo la umá. Comunidad universal de los creyentes, cuya red no puede ser otra que la de los centros de culto.
 
Hasta ahí, impecable. Lo que viene luego, es mucho más difícil de interpretar.
 
A) El ministro oscila entre aplicar rigurosamente la ley a los clérigos musulmanes y elaborar una indefinida nueva ley, “necesaria para controlar a los imames y las pequeñas mezquitas”.
 
B) Plantea la extensión de ese control a la totalidad de las actividades religiosas existentes en nuestro país, sin distinción de cultos.
 
C) Propone el paso por censura previa de las prédicas o sermones de cualquier clérigo ante su grey, dando como evidente la tesis –verdaderamente extraordinaria en un jurista— de que el Estado tenga derecho a conocer, por adelantado, “qué va a decir” un sujeto determinado en un lugar público.
 
Si A) es sólo confuso, B) plantea un conflicto de orden constitucional explícito y C) la violación del principio de garantía conforme al cual no se delinque de intención, sino de hecho. No es pensable que un magistrado con años de ejercicio suelte eso inocentemente.
 
Es difícil recomponer la lógica del ministro. Salvo que lo que esté intentando sea precisamente eso: crear un callejón sin salida, una imposibilidad constitucional y política, para mejor acabar cediendo a la coartada de dejar el asunto de las mezquitas en manos del “amigo del Sur”, ese sultán marroquí, al cual la tradición hace jefe de los creyentes y con el cual siempre puede negociar el Sahara Moratinos.
 
Porque el nudo de esta trama, él lo sabe, cualquier jurista lo sabe, se rompe de un solo tajo: Código Penal en mano. Quien lo infrinja, sea musulmán, católico, politeísta, ateo o animista, no tiene más que un horizonte ante sí: la cárcel. Aunque eso molete a Bin Laden tanto como la presencia de tropas españolas en Irak. O Afganistán.

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