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Era de prever. Si poco vimos a Aznar en la campaña de las generales, en la que está a punto de empezar no lo veremos nada. Entre él, que estará dolido por los recelos internos que ocasionó su periplo americano, y los nuevos mandamases populares, que, según ABC, “no quieren dar bazas a sus adversarios socialistas”, se vuelve a desaprovechar el principal activo de la derecha española. ¿Es tan difícil entender que los casi diez millones de votos que obtuvo Rajoy son el reflejo de un amplio reconocimiento social a los ocho años de presidencia de Aznar? ¿Se han alejado tanto de su gente que no comprenden lo que significa su figura para la España que no es de izquierdas ni nacionalista? Ni siquiera los enemigos le discuten sus logros en el empleo, la estabilidad y el crecimiento económico. Esa hazaña histórica, como ha demostrado Alberto Recarte, hay que atribuírsela a José María Aznar en primerísimo lugar.
 
Y luego está lo de Irak. En un proceso de identificación con la propaganda del adversario que ya empieza a ser costumbre en los dirigentes de la derecha española, al esconder a Aznar se asume implícitamente que el papel de España junto a los EEUU fue un error, que nunca debió encabezar nada en el plano internacional, que no debió contrariar a Chirac, que de algún modo las muertes de la guerra y la posguerra y las vejaciones de Abu Ghraib le salpican. Empieza a producir un cierto hartazgo que el arsenal de argumentos efectivos, contundentes, con los que se puede refutar todo lo anterior sólo alcance en España a surtir los editoriales y columnas de LD y las de un par de articulistas más en el resto de la prensa. Dan ganas de recordarle al PP que, a fin de cuentas, la decisión –acertada– de apoyar a Bush fue asumida por el partido sin fisuras, y que son ellos los que están obligados a explicarse.
 
La aznarofobia, que el PP ya da por descontada, sólo aqueja a la izquierda y a los nacionalistas. Los segundos no le perdonan que reforzara la idea de España; los primeros quisieran borrarlo de la historia para que las generaciones venideras no comparen su trayectorias y consecuciones con las de Felipe González.
 
No hay lugar donde el antiaznarismo –político, editorial, mediático, artístico, social– esté más extendido que en Cataluña. Pues bien, ayer el ex presidente se plantó en El Corte Inglés de la Diagonal de Barcelona para firmar su libro. En treinta años no había visto el establecimiento una cola semejante. Periodistas locales que han terminado por creerse sus propias mentiras, aún se están preguntando cómo es posible. Lo increíble es que las mentiras se las crean los conmilitones con cargos o carguitos que hasta antes de ayer no se atrevían a toser ante el líder, que ha dejado de serlo sólo porque a él le ha dado la gana. A Aznar no hay que esconderlo sino exhibirlo con profusión si se quiere movilizar al electorado. Si esto no se ha entendido en la calle Génova, apaga y vámonos.

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