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Amando de Miguel

Distingamos

Muchas consultas sobre los usos de la lengua giran alrededor de esa idea central que es  la vacilación léxica. Es decir, las cosas se pueden decir de varias maneras, o de varias formas. Véase la sutilísima diferencia entre manera y forma.
 
Sagrario Arias Santos-García tiene una pequeña duda. Supongamos ─dice que alguien intenta disuadir al niño Manolito: “Manolito, no tires la toalla al suelo”. El tal Manolito, rebelde, puede contestar “si me da la gana” o “me da la gana”. Doña Sagrario pregunta cuál de las contestaciones sería la correcta. Quizá lo correcto sería que Manolito obedeciera la orden razonable de no tirar la toalla al suelo, pero si lo que le apetece es tirarla y lo va a hacer, lo propio sería decir “me da la gana” [tirarla al suelo]. Aun así, yo veo mejor la magnífica expresión en su sentido negativo, como resistencia a aceptar una orden, una obligación. En ese caso la expresión más clara sería “no me da la gana” [de obedecer].
 
Gustavo Laterza Rivarola, periodista, de Asunción (Paraguay) se lamenta de la plaga de retos y desafíos que invaden el lenguaje público. Se añade la facundia con que esos mismos parlanchines hablen de apostar a o de apostar por. ¿Con qué fórmula nos quedamos? Pregunta don Gustavo. Las dos preposiciones son válidas. Lo que resulta cansino es ese discurso público en el que todos son desafíos, retos y apuestas. Participo del mismo horror que siente mi colega paraguayo ante tal falta de personalidad. Las palabras no hay que repetirlas porque se oigan, sino porque se necesitan. De otra forma nos encontraríamos cerca de los loros, animalitos vistosos que no parecen muy sagaces. De mí sé decir que casi nunca digo lo de reto, desafío o apuesta. La vida es algo mucho más hermoso y complejo que una carrera de caballos o cualquier otra competición en donde se apuesta.
 
Aquí hablo muchas veces del lenguaje simbólico, el de los gestos y otras formas de “hablar” con el cuerpo. Conchita, una oyente de la COPE, se sintió molesta por la ceremonia de la boda de los Príncipes de Asturias en la que mostraron el ramo de novia “como señal de virginidad”. No tiene por qué sentirse molesta por algo que es una pura costumbre, y perdón por el adjetivo. El ramo de azahar o el vestido blanco de la novia son signos de pureza, de rectitud de intención, como lo eran las túnicas blancas de los “candidatos” al Senado romano. Nadie piensa que, por eso mismo, las novias que llegan al altar tengan que ser técnicamente vírgenes. Lo fundamental es que vayan con candidez de espíritu, con amor e ilusión. Esas virtudes las puede tener muy bien una novia que haya estado casada previamente. De otra forma, habríamos progresado muy poco desde los fariseos. Así pues, quedamos en que la virginidad es un estado del espíritu, no tanto un detalle anatómico. Es decir, todas las mujeres, en principio, tienen derecho a casarse de blanco y con ramo de azahar o equivalente. Tampoco es una obligación.
 
Alberto Hernández, de Ciudad Rodrigo, me comunica que ha oído decir reiteradamente al ministro de Defensa que, en diversos asuntos relacionados con las tropas de Iraq “ha habido negligencias”. Don Alberto sugiere que sería mejor decir que “ha habido errores”, se entiende, del Gobierno anterior. Mi comunicante entiende que la negligencia es un descuido que produce un error. En definitiva, “negligencia no suena tan mal como error, y, donde no hay error, no se pueden pedir responsabilidades”.
 
Vamos por partes. El error humano es una acción equivocada, desacertada. En su mínima expresión puede ser una equivocación por casualidad, sin que el sujeto advierta la falta. Por ejemplo, yo paso inadvertidamente por una puerta que no debo franquear. No me he dado cuenta del letrero que pone “prohibida la entrada” o “señoras”. En esta seccioncilla se habla muchas veces de errores en el léxico sin que se prejuzgue culpa por parte del que habla o escribe. Es más, si el error es puramente mecánico, entonces podemos decir que es una errata. El Quijote tiene muchas. Acabo yo de imprimir un librillo sobre el Quijote que contiene numerosas erratas. También es verdad que puede haber errores garrafales, que por destacar tanto, merecen un juicio adverso sobre quien los comete. Pero el error, sin más, no significa más que un resultado en desacuerdo con lo que se prescribe o normalmente se espera.
 

En cambio, la negligencia implica descuido, falta de cuidado, de aplicación. Por tanto, hay aquí un punto de culpabilidad, aunque no llegue a ser dolosa (con mala intención). Es negligente la conducta de un conductor borracho. Es un simple error el olvidarse en casa el paraguas cuando se anunciaba lluvia. Cuando el bueno de Bono dice que “puede haber negligencias” en determinadas acciones u omisiones del Gobierno anterior significa que se puede exigir algún grado de culpa. La negligencia es más que el error. El dolo es más que la negligencia. El arte del uso de las palabras está en saber distinguir.

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