Los azares del calendario han hecho que se conmemoren oficialmente y casi al mismo tiempo dos acontecimientos que poco tienen que ver entre sí. La primera conmemoración es de la ley que, a mediados de los años setenta, autorizaba –bajo ciertas condiciones– el aborto, y la contracepción. Yo me extraño y hasta me indigno, cuando se presentan ambas cosas como si se tratara de lo mismo, las dos caras de la misma moneda liberadora, cuando precisamente es lo contrario. La contracepción (condones, píldoras, diafragmas) es la libertad. El aborto siempre es una operación quirúrgica, a menudo un trauma, y pese a todas las discusiones metafísicas para definir cuándo el feto se convierte en ser humano, si únicamente tras haber salido del vientre de la madre, o aún dentro, lo más evidente es que el feto nunca es un quiste, o un trozo de madera. El aborto puede ser una necesidad, nunca una alegría “liberadora”. Una concepción inteligente y difundida, en cambio, al evitar el embarazo, evita el aborto, es la verdadera libertad.
La segunda conmemoración es la liberación del campo del exterminio nazi de Auschwitz, hace sesenta años, en 1945. Confieso sentir cierto malestar ante estas celebraciones fúnebres. Por ejemplo, ¿por qué haber esperado sesenta años para inaugurar esa gigantesca lápida con los nombres de los 76.000 judíos franceses o residentes en Francia deportados y asesinados en los campos de exterminio nazis? En un país como este, en donde las autoridades han tardado tanto en reaccionar y han reaccionado tan blandamente al creciente y virulento antisemitismo de aquí y ahora, a las manifestaciones con pancartas y gritos de “Mueran los judíos” por las calles de París, un país que subvenciona, con la UE, a los terroristas palestinos, y todo lo que venimos denunciando aquí, estas celebraciones se parecen demasiado a una falsificación, a una gigantesca autoexculpación sin riesgos, porque el criminal enemigo denunciado es el nazismo, que ya no existe, mientras que el antisemitismo perdura y progresa en Francia. Claro, que los islamistas de Francia, o de donde sea, consideran estas celebraciones como una provocación sionista y hasta puede que se desarrolle algún debate sobre la realidad de la Shoa –negada en tantos colegios y facultades– en muchas barriadas populares francesas.