Ha comenzado una de las batallas políticas más apasionantes y con mayor calado de los Estados Unidos. La del Tribunal Supremo. La Institución era un tribunal de última instancia, pero en los apasionantes comienzos de la historia de los Estados Unidos, en los que las instituciones luchaban por aumentar su poder y afianzarse, el Tribunal Supremo no se quedó atrás y bajo la presidencia del juez Marshall se otorgó el poder de resolver cuestiones constitucionales. Curiosamente, se trata de un poder que debería haberse a sí mismo, ya que no lo contempla la propia Constitución.
Pero desde Marshall no se puede entender la historia de los Estados Unidos sin el Tribunal Supremo, y las circunstancias colocan a George W. Bush en la posición de elegir cuando menos a dos de los nueve preciados asientos, aunque probablemente acabe escogiendo uno o dos más. La primera vacante ha sido una relativa sorpresa. La ha dejado Sandra Day O'Connor, que no ha querido esperar a que la naturaleza le retire de un puesto vitalicio y se ha retirado voluntariamente. El Presidente tiene la potestad de elegir a su sustituto, pero necesita del visto bueno del Senado. Los demócratas paralizarán la elección de cualquier candidato que sea medianamente conservador y que, en consecuencia, esté a favor de la estricta observación de la Constitución y sea contrario a un activismo judicial progresista.
Por ese motivo los republicanos están planteándose lo que llaman la “opción nuclear”, que permitiría detener una acción de paralización de la elección de un candidato (lo que se denomina filibusterismo) con una mayoría simple. Ahora es necesario una mayoría cualificada de 60 de los 100 senadores. Los demócratas han demostrado en cuanto han tenido ocasión que no quieren ningún consenso en este asunto, pues necesitan de jueces partidarios de hacer avanzar en los juzgados las propuestas que no logran sacar adelante con votos. El viejo senador Edward Kennedy, sin el natural freno de un sentido de la vergüenza que ha perdido hace décadas, ya ha dicho que le parece “un abuso de poder” que el presidente, con el Senado, elijan a un candidato que, básicamente, no le plazca al líder demócrata.
De hecho, pese a que siete de los jueces han sido propuestos por presidentes republicanos, los netamente conservadores son franca minoría. Ello ha quedado de manifiesto en la espectacularmente impropia sentencia Kelo v. New London, recientemente fallada, en la que cinco miembros del Tribunal Supremo prefirieron ignorar la quinta enmienda, que impone serias restricciones al uso de la expropiación forzosa.
Son varios los nombres entre los que puede elegir. Si el partido republicano no opta por “la opción nuclear”, no valdrá ninguno. Pero la responsabilidad del presidente es, en este caso, elegir un miembro del Supremo que, a diferencia de tantos que le hayan precedido, se limite a interpretar la Constitución y no a inventársela o a desoírla claramente. En demasiadas ocasiones los jueces del Supremo, como los de otros tribunales, han jugado a sociólogos más que a intérpretes de la ley. Es el caso de quien acaba de abandonar el tribunal, Sandra Day O'Connor, pero no el de William Rehnquist, que probablemente renuncie a su cargo en breve.