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Juan Carlos Girauta

Imitadores

Montilla quiere ser Piqué. Todo ese odio tremendo hacia el PP oculta una sincera admiración y también una frustración que sólo podemos compadecer.

Salgo de una agotadora siesta de domingo decorada con laberintos. La culpa ha sido de una voz en la radio, que permanecía encendida: suave cadencia, voz templada y serena de marcado acento catalán, las inflexiones propias del hombre acostumbrado a la reflexión, al estudio despacioso de problemas complejos, incluyendo un característico “no” entre interrogantes al final de cada ítem. Pero algo fallaba. No en el contenido, que se me ha escapado, sino en la voz misma. He imaginado que me acercaba a la Gioconda y, a menos de un metro, empezaba a descubrir rasgos nuevos, una arruga que no debería estar ahí, una añadida y alarmante mueca de inteligencia brutal en el enigma. Por fin, totalmente despierto, he comprendido: era la voz de un imitador. Un gran profesional, sin duda, porque durante un buen rato he creído estar oyendo a Piqué. Pero no era Josep Piqué; era José Montilla.
 
La incómoda revelación me ha sobresaltado. Así que Montilla imita el hablar de Piqué, el color y el timbre, las pausas que optan, con gran originalidad, por lugares siempre inesperados en la oración. Se trata de un extraordinario imitador. Por cierto, ¿no es Piqué economista y jurista? ¿No fue Piqué ministro de Industria? Montilla quiere ser Piqué. Todo ese odio tremendo hacia el PP oculta una sincera admiración y también una frustración que sólo podemos compadecer.
 
El ministro es mejor que Carlos Latre, que ya es decir: se contiene, jamás cae en la caricatura. En realidad es un médium, ha interiorizado a Piqué, ha corporeizado su esencia, su carácter, su prudencia. A veces el médium, entre trance y trance, sufre una posesión indeseada y vomita un odio terrible contra ciertas obsesiones que aquí son Federico o Pedro J. Entonces le sale un ectoplasma con traje oscuro y gafas de censor dispuesto a silenciar a cualquiera que quede fuera del nuevo Frente Popular y, si se tercia, al propio Pasqual Maragall, que también lleva toda la vida imitando a otro: su hermano Ernest. El mismo president lo reconoció: el verdadero Pasqual Maragall se llama Ernest.
 
Es conocido el fenómeno de identificación con quien se admira y/o detesta: gestos, voz y, ya puestos, títulos y cargos. El diputado de provincias Rodríguez se dio a conocer del mismo modo en los años del felipismo: imitando al jefe, alone, aDios. Quienes lo vieron todavía están impresionados. La pura impostación del abogado sevillano, las caídas cortas y rápidas del antebrazo derecho, uniendo los dedos pulgar e índice, enfatizando un discurso de humo. Rodríguez deseaba tanto ser González que ha acabado siéndolo, aunque sus asesores de imagen hayan logrado disimularlo. Revisen al Rodríguez del 2000 y verán con quién se encuentran. Estamos en manos de imitadores. Me dispongo a buscarle sentido a este hallazgo.

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