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Serafín Fanjul

Mal educados (y 2)

La ley de Pilar del Castillo se quedó más que cortita y no abordó ni por el forro los dos problemas principales de la Universidad, cuartos aparte: el acceso de los profesores a la docencia y la entrada de alumnos. Nadie osa tocar en serio las dos bichas

Dicen que la Universidad Autónoma de Madrid, donde el arriba firmante presta sus servicios, es la mejor de las españolas. No se entienda tal afirmación como jactancia, ni se escarbe mucho en los criterios seguidos para alcanzar tan feliz conclusión, en todo caso no nos satisface gran cosa si, a la par, se añade que en una hipotética clasificación mundial figura en el puesto 155, lo que no es como para echar las campanas al vuelo. Por supuesto que a esa lista planetaria también se le pueden señalar fallas, relatividades y agujeros varios, pero, en líneas generales, parece un indicio de la no muy boyante condición de nuestras universidades. Escaso consuelo constituye que las de Alto Volta (alias Burkina Fasso), Senegal o Camerún adolezcan de males mayores: allá ellos. Por lo que a nosotros se refiere, cumple proclamar que a lo largo de un período ya largo hemos visto deteriorarse la institución de modo inexorable, sin que las llamadas autoridades hicieran otra cosa sino verternos por encima cataratas de demagogia, algún parche y –con mucha suerte– unos poquitos dineros.
 
Tal vez la crisis empezó, de manera paradójica, con la masificación estudiantil en las postrimerías del franquismo, como en tantos otros terrenos, cuando la economía general ya no podía soportar las ballenas del corsé que la asfixiaba en política, administración y cultura. La prosperidad creciente propició el acceso a las aulas universitarias de gran cantidad de jóvenes, en paralelo con la pérdida del carácter de cantera laboral de la universidad. La clase media-media y la media baja vieron en la entrada en la enseñanza superior la llave obligada para mejorar el estatus de sus retoños. No sólo tenían derecho, también les asistía la razón, porque la mejora social era y es bastante clara en la conceptuación general y en la propia autoestima. Hasta ahí acertaron, pero no en la idea de conseguir trabajo con más facilidad. En algunas carreras cuya formación técnica es muy fuerte e ineludible (Medicina, Farmacia, Arquitectura, Ingenierías) el requisito universitario siguió siendo válido; en otras, la bolsa de licenciados en paro aumentó, sumándose al subempleo endémico (Derecho, Económicas, Políticas, etc.); y en Letras o Ciencias puras, la falta de trabajo no consiguió paliarse ni enmascararse someramente ni siquiera con la improvisación de profesores de Enseñanza Media. Digámoslo, por mucho que enoje a la demagogia ambiental: España dispone de unas universidades sobredimensionadas de forma absurda, que producen legiones de licenciados que acabarán en el subempleo, con las frustraciones consiguientes y que, por ende, no proporciona todos los cuadros y titulados, futuros dirigentes, que la sociedad necesita. Los números son aterradores: hace dos o tres años España tenía 1.800.000 estudiantes de nivel superior, misma cantidad que Alemania. Y dado que este país duplica nuestra población, la conclusión es clara: en términos relativos tenemos el doble de alumnos que los alemanes, cuya capacidad económica, técnica y cultural es mucho mayor –por añadidura– y por tanto, sus posibilidades de absorción de titulados.
 
Nadie va a discutir el carácter benéfico de la extensión de la enseñanza superior y la mejoría que esto implica para el nivel cultural medio, aun a costa de rebajar la calidad y el volumen de conocimientos. Pero nada más. Obviamente, no saben de lo que hablan quienes, en la práctica, pretenden el mantenimiento de estas enormes y costosas academias de cultura general a la antigua usanza. Por no hablar del disparate mágico permanente en panfletos y pasquines por las paredes (todavía: ¿de qué país hablan?): que el Estado se haga cargo de los egresados en paro, “el hijo del obrero a la Universidad”, “obreros y estudiantes, unidos en la lucha” y unos cuantos lemas más por igual luneros o lunáticos, rescatados en pesquisa arqueológica del siglo XIX y decoración de juguete de los bien alimentados vástagos de la clase media. Pero éste no es el problema, sólo su manifestación folclórica.
 
No hemos visto racionalidad y ganas de resolver el problema universitario, es decir de atreverse, con la honrosa y plausible excepción de L. González Seara, que intentó mejorar la situación, pero le faltaron tiempo y continuidad. Y llegó el PSOE, con sus idóneos, su ley aprobada en agosto y su panda de penenes prestos a trincar lo que fuera: quienes mucho habían proclamado que “nunca serían funcionarios" (antítesis, según ellos, de la docencia) se apresuraron a enganchar cuanto pudieron, incluidos cargos con coche oficial. Las comunidades autónomas vieron un campo de labor para el control ideológico y político o, como mínimo, para lanzar turísticamente a la región que fuese Y si, como ocurre en Madrid, los rectores –por pertenecer a las claras o a las oscurísimas al PSOE– no coinciden con el gobierno regional, la utilización de la Universidad como foco de tensión y choque está garantizada. Y de modo nada sorprendente, el desprestigio, ese factor que sí hunde de verdad a la Universidad pública, viene de las filas de quienes se llenan la boca con soflamas de lucha por la misma. Pero la burocratización, la demagogia y la endogamia (tan cara a los progres cuando reparten puestos) no caían ni caen del cielo, el gobierno central, sino de dentro de las universidades mismas. Se compadecía mal la bochornosa imagen de los rectores madrileños en manifestaciones callejeras contra la ley aprobada en las Cortes, con los comentarios privados que me hiciera, tiempo atrás, uno de aquellos Magníficos Señores, para quitarse responsabilidad en los desaguisados, sobre que “las leyes las hacen los políticos, no nosotros”. Por descontado, el Magnífico estaba pensando en otros políticos.
 
La ley de Pilar del Castillo se quedó más que cortita y no abordó ni por el forro los dos problemas principales de la Universidad, cuartos aparte: el acceso de los profesores a la docencia y la entrada de alumnos. Nadie osa tocar en serio las dos bichas: la endogamia (consagrada para los restos al suprimir los traslados y ser en definitiva las universidades quienes deciden) y el control riguroso de qué aspirantes a alumnos tienen derecho real a serlo. Las normativas pergeñadas son meras fugas de la realidad de lo que acontece en el interior de facultades y departamentos y, además, ni siquiera se van a aplicar porque ya viene el PSOE dispuesto a erradicar el vestigio que quedaba de las oposiciones, la última garantía, por tenue y discutible que fuese, de alguna objetividad. Nada de ejercicios, ni pruebas, ni controles. Triunfo final de las gavillas de amiguetes, en los consejos de departamento o en las juntas de gobierno. Y en cuanto a los alumnos, ¿para qué asegurarse de que, por ejemplo, en la Facultad de Filología escriban sin faltas de ortografía y sean aficionados a la lectura? Es demasiado pedir, un agravio fascista.

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