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Carlos Semprún Maura

Saudades navideñas

la corresponsal en Madrid de Le Figaro Diane Chambón demostró otra vez su condición de súbdito de El País, contándonos como se había evitado, por los pelos, una guerra entre Bolivia y España debido a la Broma

Aborrezco las navidades; odio los árboles engalanados, las hileras de bombillas disfrazadas, los escaparates horteras, las multitudes, la imbecilidad aún más supina de la prensa y la tele. Y no me comparen los méritos del champán, champán con los sosos cavas, porque la guerra de civilizaciones la vivo en mis propias tripas; mi hígado, habiéndose convertido al Islam radical, me ha condenado a muerte si bebo alcohol. Es un odio apacible, de andar por casa, nunca mejor dicho: saco mi Flaubert de La Pléiade, releo a Juan Ramón Jiménez, pongo un cuento navideño de Frank Capra por TCM (Turner Classic Movies) y escucho a Billie Holliday mientras espero a que pase la borrasca y, con ella, el frío.

Poco antes de este fin de semana festivo, para algunos, la corresponsal en Madrid de Le Figaro Diane Chambón demostró otra vez su condición de súbdito de El País, contándonos como se había evitado, por los pelos, una guerra entre Bolivia y España debido a la Broma (sí, con mayúsculas) del “Grupo Risa”, con aquello de la entrevista de Zapatero a Evo Morales. En este caso, la servidora se muestra más sectaria que su amo en su condena de la COPE y de Federico Jiménez Losantos. Como los polancozapateristas “exigen” del Vaticano que censure la COPE porque ellos no se atreven, sería divertido si la “radio de los obispos” pidiera a Le Figaro que lea y se entere de los despachos que su corresponsal envía desde El País. Vivir para ver.

Interrumpido un momento por estos himnos a la alegría, había comenzado en París un debate con interés en torno a la Historia. El motivo fue el polémico proyecto de ley sobre los aspectos positivos de la colonización o, en la jerga parlamentaria: “de la presencia francesa en ultramar”. Resulta que una veintena de prestigiosos historiadores, entre los cuales se encuentran Pierre Nora, Mona Ozouf, René Remond, etcétera, han firmado un manifiesto a favor de “la libertad para la Historia”, denunciando los peligros totalitarios de una Historia oficial dictada por los gobiernos de turno y votada en el Parlamento. Para los firmantes (y muchos más) la investigación histórica debe ser totalmente libre –tan libre, diría yo, como la científica– si queremos evitar aquelarres como aquel de la ciencia proletaria soviética.

No sólo se oponen a nuevas leyes sino que proponen anular las existentes, incluyendo la ley Gayssot, que prohibía negar la Shoá, o sea, el genocidio de los judíos por los nazis. Se entiende que este aspecto de la propuesta de los historiadores provoque airadas reacciones pero creo que hay que tener en cuenta dos cosas: si se rechaza la imposición de una verdad histórica oficial –la verdad del poder político a la que habría que someterse so pena de sanciones y tribunales–, esa libertad, para tener sentido ético, debe ser total incluso cuando la verdad oficial coincide, a veces, con la verdad histórica. También hay que saber que la ley Gayssot es un arma de dos filos porque, como no podía ser de otra manera tratándose de una propuesta comunista, al condenar el antisemitismo como la negación de los campos nazis de exterminio, se pretende circunscribir el antisemitismo exclusivamente a esa represión. Denunciar a la vez el antisemitismo soviético, por ejemplo, podría legalmente considerarse como un intento de reducir las responsabilidades nazis y, por tanto, prohibirse. Se impone así la mentira histórica oficial. Además, esa ley restrictiva no ha impedido en absoluto el formidable desarrollo del antisionismo antisemita de izquierdas, ni que por primera vez, desde los años treinta, se manifiesten por las calles aullando “¡Mueran los judíos!”

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