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José Vilas Nogueira

Nostalgia del papel de lija

Ya fuese como “Estado de las autonomías”, ya como “Estado federal”, la distribución territorial del poder debió quedar cerrada en el texto constitucional.

Cuenta Castelao, el político galleguista de los años treinta, de un orador popular que urgía escribir la Constitución en papel de lija, “para que nadie se limpiase el culo con ella”. Pues bien, la Constitución española de 1978 no fue escrita en papel de lija. A diferencia de alguna de las que la precedieron no ha sido suprimida a virtud de un hecho de fuerza. Su destino ha sido peor, entregada a cumplir aquel escatológico menester. Ya los militantes de Esquerra Republicana de Catalunya se ocuparon en arrancar las hojas del libro, pues limpiarse el culo con un libro resulta poco funcional.

El “mérito” principal de este triste destino es del PSOE y su líder, Zapatero, presidente del Gobierno de la nación (española, habrá que aclarar ahora). La consecuencia es el caos político, la descomposición de la nación, la sumisión de las instituciones del Estado a la dictadura de ese partido y de los otros, el vacío de derecho y la inseguridad jurídica, y la subordinación de los derechos individuales al arbitrio de los partidos dominantes.

Algunos gérmenes de esta situación se pueden encontrar en el desarrollo del proceso político que siguió a la aprobación de la Constitución. El fallo capital de nuestra norma suprema fue no cerrar la cuestión de la distribución territorial del poder. Este es un “lujo” que sólo, y aun así costosamente, se pueden permitir países con un poderoso sentimiento nacional integrador. Y no es éste el caso de España. Los nacionalistas disgregadores hablan y no paran de la opresión y de la explotación “españolas”. La realidad es, justamente, la contraria. Las regiones “explotadas” figuran entre las más ricas del país. Y aunque haya habido episodios de represión y desmerecimiento de sus lenguas y culturas particulares quedan tamañitos ante las políticas y actitudes de los independentistas respecto de la lengua y cultura común. Ya fuese como “Estado de las autonomías”, ya como “Estado federal”, la distribución territorial del poder debió quedar cerrada en el texto constitucional. Por desgracia, no fue así, y no pudo ser así porque los nacionalistas se resistieron a una solución definitiva del problema.

Pero, aun con estos atrancos, nada hacía sospechar que en sólo año y medio se iba a llegar a una situación como la presente. Culminando desafueros anteriores se ha aprobado virtualmente un Estatuto de Autonomía para Cataluña que vulnera flagrantemente la Constitución, y es heraldo de otros de la misma naturaleza. Los políticos catalanes quieren una relación bilateral con España. Los vascos, los valencianos, los gallegos, los andaluces, los canarios, los mallorquines, etc., también la quieren (o la querrán, en breve plazo). ¿Qué quedará, pues, de España? Nada. ¿Cómo se puede establecer una relación bilateral con la nada? ¿Cómo, pues, esta nada-España puede ser asiento de tan feroz nacionalismo español? Al contrario, los nacionalismos separatistas no son consecuencia del nacionalismo español, sino de su ausencia.

El PSOE y los partidos asociados han llegado tan lejos en el desafuero, que ni siquiera lo disimulan. Prescindiendo del contenido del proyecto de Estatuto catalán, reparemos en su procedimiento: se presenta un proyecto de Estatuto nuevo, cuando lo único que autoriza la Constitución es la reforma del anterior; el presidente del Gobierno de la nación declara públicamente que aceptará el texto que envíe el Parlamento de Cataluña, invadiendo descaradamente las competencias del poder legislativo; ante esta solemne invitación al desafuero, el Parlamento de Cataluña envía un texto que, de cabo a rabo, vulnera la Constitución; la Mesa del Congreso de los Diputados (con el voto en contra de los representantes del PP) admite a trámite como reforma estatutaria lo que es una reforma constitucional (burlando la necesidad de mayorías reforzadas que exigen los proyectos de reforma constitucional); sin embargo, como la vulneración de la Constitución es tan flagrante, los dirigentes del PSOE rivalizan en ocurrencias indisimuladamente dirigidas a “salvar las apariencias”; en consecuencia, se abre una sucesión de reuniones extraparlamentarias entre el PSOE, los partidos de gobierno en la Comunidad Autónoma catalana y CiU para negociar la “reducción” del proyecto de Estatuto; y concluidas con éxito estas negociaciones, los dirigentes de estos partidos, dan públicamente por aprobado el proyecto.

El pueblo español como titular de la soberanía nacional y las Cortes como depositarias inmediatas de esa soberanía son burlados impúdicamente. ¿Para qué pagamos a los parlamentarios, para qué gastamos nuestros dineros en el mantenimiento del Congreso y del Senado, si el poder legislativo lo ejercen directamente los partidos? Sería más decente y más económico prescindir del parlamento. Votaríamos sólo partidos. Supongamos que el PSOE obtuviese el 45% de los votos; el PP el 40%, y los restantes (para simplificar) el 15%. Bueno, pues tanto en la formación de gobierno como en la elaboración de las leyes, unos y otros tendrían ese peso negociador.

Lo más asombroso no es que una casta de políticos profesionales, tan carentes de competencia como de virtud cívica, usen la Constitución como papel higiénico; lo más asombroso es que han colonizado el Tribunal Constitucional (¿qué se apuestan a que bendice el nuevo Estatuto?) y que dominan buena parte de la judicatura, la mayoría de los medios de comunicación, y que la intelectualidad, casi sin excepción, justifica también el desafuero..

Queda el PP, pero no lo tiene fácil. Oponerse a la tendencia emulativa que suscita el ejemplo disgregador catalán resulta costoso, pues las autonomías ofrecen muchos incentivos a los políticos profesionales. En algunas regiones puede suponer también costes electorales. Por otro lado la política de aislamiento y permanente hostigamiento desatada por las izquierdas y los nacionalistas y sus agentes mediáticos estimula posiciones de complicidad (“moderación”, “centrismo”). El PSOE y los partidos asociados saben que mientras subsista el PP el régimen constitucional puede recuperarse. Romper el Partido Popular es, por tanto, su principal objetivo. Está tan mal la cosa que me temo que sólo un milagro puede impedirlo.

En España

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