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A veces los poetas aciertan

De aquel giro hacia la libertad estamos viviendo todavía. A juzgar por las ideas en auge, por poco tiempo.

Ralph Waldo Emerson decía que "los filósofos vinculan la grandeza del hombre a la escasez de sus necesidades; pero ¿quién se contenta con una cabaña y un manojo de guisantes? El hombre ha nacido para ser rico". Revolucionaria sentencia que sólo podía pronunciar un norteamericano.

Como saben bien los economistas liberales (o de cierta edad), hace unos cuarenta años se puso de moda la idea de que había que frenar el crecimiento, pues la opulencia de las sociedades occidentales era suficiente y estaba ahogando los recursos naturales. La consigna, lanzada por un grupo de "sabios" –el club de Roma, era que había que llegar al "crecimiento cero".

La emergencia de este tipo de pesimismo es un fenómeno cíclico. Los años sesenta fueron pródigos en consignas de ese tipo, basadas en la creencia, derivada del comunismo (o mejor, del temor a que el comunismo estuviera en lo cierto), de que los gobiernos democráticos tenían los conocimientos suficientes para decidir las metas finales de la sociedad. Científicos y flamantes premios Nobel, como Jacques Monod, le dieron pábulo, haciendo una burda traslación de la biología a las ciencias sociales. También desde la comunidad económica se apuntalaban estas tendencias con la sugerencia de que un país cuánto más rico fuera, menos estímulos o motivos tenía para crecer. Se daba por hecho que el crecimiento, como la renta, también había que repartirlo equitativamente.

La historia económica de EEUU desde los ochenta refuta escandalosamente esta falacia y demuestra que Emerson, un poeta del diecinueve, estaba en lo cierto. Podría decirse que una sociedad, cuanto más rica, más oportunidades de crecimiento tiene. La teoría de los rendimientos decrecientes (el pesimismo de Malthus, el padre de los ecologistas, sobre el agotamiento de la tierra) es falsa. Esta teoría, resucitada en los sesenta por el elitista club de Roma, con el sombrío panorama de hambrunas terribles, desecación, epidemias y muerte de la naturaleza, se ha demostrado falaz, puesto que el crecimiento y el avance tecnológico han creado nuevos recursos. En otras palabras, el economista Julian Simon demostró que el poeta Emerson no sabía hasta que punto estaba en lo cierto.

Esto, desde luego, no es óbice para que a corto plazo pueda haber escasez, como sucede ahora con el petróleo. Pero, desde la primera crisis de 1973, se ha demostrado que las subidas de precios, sean políticas (o sea, antiamericanas) o sean económicas (como lo es ahora por la entrada de China como gran demandante), se han traducido a la larga en incentivos a invertir y innovar, y al final en una disminución de los precios reales. Siempre que se ha dejado jugar a las fuerzas del mercado, éstas han buscado la máxima rentabilidad y el menor coste, y la oferta disponible ha acabado siendo mayor que antes de subir los precios.

Desde 1980, la renta real per cápita de EEUU ha crecido un 66%. La llegada de la revolución liberal de Reagan & Thatcher en 1980 (irrepetibles líderes execrados por los intelectuales europeos), con la liberación económica que siguió, la victoria total de la guerra fría y la liquidación estrepitosa del comunismo, contribuyó a desatar las fuerzas creadoras apresadas bajo regulaciones absurdas, como la fijación gubernamental de precios y salarios. Se disiparon los difusos complejos occidentales sobre la superioridad moral y material de la URSS. La teoría económica se renovó también gracias al fuego mantenido por algunos centros académicos, como la universidad de Chicago, que durante años jugó en campo adversario, y dio sustento teórico a la nueva política. De aquel giro hacia la libertad estamos viviendo todavía. A juzgar por las ideas en auge, por poco tiempo.

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