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Serafín Fanjul

Ponga un Belén

os lleva a apuntaros a la moda de las Navidades laicas, porque incapaces como sois de producir ideas o de construir algo positivo, os seducen la negación, las prohibiciones, la persecución del disidente

Íbamos a recolectar cantos rodados y arena en el río, a arrancar musgo verdadero de las rocas y a pillar un poco de frío que no importaba. Después había que armar el tingladillo de cartones o maderas, estructura de las montañas de corcho. Las figuritas de barro, descoloridas y desportilladas, no siempre casaban en tamaño y estilo, procedían de distintos Nacimientos descabalados muchos años atrás, en la generación de mis padres, quizá en la de mis abuelos. Pero vencíamos a la perspectiva y las proporciones con imaginación y, sobre todo, buena voluntad: tampoco había dinero para renovar cada año la compañía de figurantes. Panderetas, comilonas, bullicio, Misa del gallo, madres que materializaban el milagro de convertir peces en pavo y magras extraordinarias en regalos para todos, pan para los camellos, copita de anís o coñac para los Reyes... Participábamos.

Después irrumpieron el Árbol y Papá Noel, con gran disgusto de los mayores, que aseguraban –con razón– que aquello no era español, ni católico, ni nada (imagino qué dirían ahora, los pobres, ante el triunfo urbi et orbi de Halloween). Pero el desarrollo de la economía, la tortuguil apertura de la sociedad y la explotación comercial, tan beneficiosas por otros conceptos, empezaron a arrinconar belenes y pastores de modo inexorable. No haré –por muy sabida– la historia del consumismo español, aunque tal vez baste dejar sentado que en los últimos veinte años se llegó a una cierta coexistencia (que favorece y multiplica el gasto, objetivo real) entre el Nacimiento y los invasores con trineo. Artesanos y comerciantes comprendieron que la bolsa ya daba para todo y no había por qué incurrir en conflictos.

La Sagrada Familia, los Reyes y las lucecitas del molino acabaron defendiéndose bastante bien del gordo vestido de rojo por orden de Coca-Cola. Sin embargo, el sentido religioso de las fechas resultó muy dañado. En parte por la ganancia y en parte por la marcha general del país. Y no sería malo que todo quedase ahí. Lo políticamente correcto –un invento americano, como el uniforme colorado del gordo– cayó sobre España desde el cielo, como descarga de palomita volandera, y comenzaron las metástasis de estupidez por doquier: ¡carreras de sacos, si hacen falta, para demostrar quién es más progre, más laico y más anticristiano! Da buen tono de moderno y avanzado, vanguardia ética de la sociedad por un precio muy barato: es suficiente amedrentar a un profesor de Religión en un pueblito andaluz, tirar un Belén a la basura o proscribir los villancicos a niños más o menos disfrazados de pastores para sentar plaza de progresista y atrevido. No es necesario haber leído mucho (estaría contraindicado para la salud del progre en acción) ni, por supuesto, reflexionar sobre lo leído; tampoco se corre riesgo alguno, porque los medios, bien amaestrados como están, pondrán en la picota a quien rechiste o se defienda, así pues quienes en las Navidades del 75, 76, 77... (hasta 2004) no abrieron la boca para derribar crucifijos o prohibir portales y Madres con Niños, de repente descubrieron la cobertura psicológica –más bien psiquiátrica– que les ofrecen desde La Moncloa y aledaños.

El rebaño de borregos –que sin titubear habría votado a Franco, caso de presentarse a elecciones– descubrió también la elegancia social de la iconoclastia y percibió las mieles de ejercer el papel de inquisidor de letrillas con zambomba, de censor de papeles de plata y de feroz guerrero contra la romana guardia de Herodes. Bravo, valientes: al analfabetismo juntáis la cobardía; nunca solos y sí en compañía de otros os lanzáis sobre maestras atemorizadas porque siempre fueron gente de orden; cerráis contra alumnos y padres aun más temblorosos que vosotros, porque nadie sabe muy bien qué cosa es un estado aconfesional o laico. Graznáis contra estos minúsculos actos más de cultura religiosa o de cultura a secas, que confesionales. La misma intolerancia, idéntico egoísmo cretino que induce a "blindar" el flamenco para Andalucía, a pretender un huso horario diferente para Galicia o a cicatear el agua de unas comunidades a otras –detengo aquí la lista– os lleva a apuntaros a la moda de las Navidades laicas, porque incapaces como sois de producir ideas o de construir algo positivo, os seducen la negación, las prohibiciones, la persecución del disidente (ese cuento que tanto os refieren en las películas españolas de tesis antifascista y que nunca os aplicáis a vosotros mismos). La vuelta de la tortilla, vaya. Pero una tortilla de la que, en realidad, siempre comisteis encantados. Me gustaría veros renunciando –por esas acendradas convicciones ateas– a la vacación y a la paga extraordinaria, o atreviéndoos a tirar a la basura unas leyendas en árabe con jaculatorias coránicas, o los elementos preparatorios de cualquier fiestecilla de Ramadán, o por el estilo, que se les ocurriera hacer a los moritos de la escuela. A ver quién es el guapo, en Mijas, en Cartagena o en Zaragoza.

Mientras los audaces iconoclastas se deciden, yo vuelvo a montar Belenes por Navidad, porque son parte de nosotros mismos y me suenan a niños cantando por las casas pidiendo el aguinaldo, a madres felices por reunir a toda la panda y a la parte más sana de la sociedad española que no se resigna a morir o a vivir arrodillados ante necios.

Ponga un Belén.

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